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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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Peregrina en la India

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CAPÍTULO 4

 CAPÍTULO  4

     


Día cuarto: Lunes.

El Paseo. Las Cuevas. Cosas asombrosas ocurren a los viajeros. 


   1.


   Durante el desayuno Fernando dio más información acerca de las cuevas, recomendó la clase de ropa y calzado adecuados, y los citó para una hora después, en el  parque que estaba delante del edificio.  

   Mariana fue la primera en llegar… 

   Era un parque sombreado por los árboles, con una pequeña fuente y algunos bancos de piedra,  tan antiguos como la casa.  Después de sentarse junto a la fuente, se quedó muy quieta contemplando al angelito: sus alas estaban manchadas de verdín  y tenía un cántaro en las manos con el cual vertía agua infatigablemente. Tuvo la impresión de retroceder en el tiempo, y de que en cualquier momento aparecerían damas con vestidos largos y caballeros con sombrero y bastón. 

   Pero solamente apareció Luis, con ropa de explorador: pantalones cortos y un sombrero. El comerciante le confesó que como hacía mucho calor estaba dudando respecto al paseo. Su crisis cardíaca lo había dejado en un estado de constante aprensión  y aunque los médicos le aconsejaron que no pensara tanto en eso, que se tranquilizara, él se preocupaba por su cuerpo como nunca antes lo hiciera. El más mínimo malestar, la más leve sensación lo inquietaban. Y hoy estaba así, con la respiración un poco alterada y sin energía: ¿no sería mejor que se quedara?

—Vamos, Luis…, hágales caso a los médicos…, venga…, no va a pasarle nada.

   Luego apareció Betti, con cara de malhumor y un cigarrillo en la mano. Tampoco se encontraba en forma y les contó que había pasado una mala noche. Además,  detestaba el calor, no le interesaba para nada esa excursión, las cuevas y toda esa fábula, y en realidad tenía ganas de  irse. Pero aclaró que entre quedarse aburrida en la hostería, con la única compañía de la empleada Paola, o ir al paseo, prefería ir.

   Después vinieron los chicos de Córdoba. A Verónica se la veía contenta y excitada;  a Diego no, era innegable que no le interesaba demasiado el paseo.  

   Cuando llegó Fernando, Mariana y él se embarcaron en una conversación acerca del tema de la energía, de los intercambios energéticos entre personas y lugares, y de los efectos de los sitios de poder en el campo energético humano.

—El universo es un vasto campo de energía y todo está conectado. Y así como ciertos lugares nos dañan energéticamente, otros nos benefician… Ya van a ver  —declaró Fernando.

   Clara, que acababa de sumarse al grupo, escuchaba con gran atención, y preguntó tímidamente si los conventos y monasterios eran un sitio de poder, puesto que a ella siempre le hacía bien visitarlos, sobre todo esos donde viven monjes y monjas contemplativos.

 —Y sí —respondió Mariana—,  los monasterios y conventos son sitios con una energía especial, más pura, porque sus habitantes viven en actitud de recogimiento, en contacto con lo Divino mediante prácticas espirituales. A mí también me encanta visitarlos.

   La conversación finalizó al aparecer Isabel con dos cestas cargadas de comida y bebida.  Los paseantes se repartieron entre los dos vehículos (Diego con Verónica y Betti en el suyo),  y  partieron. 


   2. 


   Después de atravesar el vado y tomar un desvío, subieron por caminos angostos hasta llegar a una cima donde había un prado y un bosque. Los vehículos se detuvieron allí: para llegar a las cuevas tenían que seguir a pie por un sendero, el cual mostraba al inicio una pendiente muy empinada. 

   Betti le dijo en voz baja a Mariana que estaba arrepentida de haber venido, que ni loca subía por ese sendero, ya que le faltaría el aire enseguida. Y le avisó a Fernando que ella no seguía. 

—No importa, como ya les dije todo este cerro tiene una energía poderosa, ya van a ver —respondió Fernando, mientras sacaba de su vehículo una mochila enorme y anunciaba  que comenzaría a caminar.

   Arrancó a paso tan apresurado que Mariana pensó que así no podría seguirlo  y le pidió que fuera más despacio. Disculpándose, Fernando la tranquilizó: se detendrían cada vez que hiciese falta. 


   Mientras suben por el sendero, el paisaje va engrandeciéndose: montañas majestuosas, un cielo infinito  y una pureza en el aire que casi marea.

   Después de un buen rato subiendo, Mariana las ve. A diferentes alturas y en medio de grandes rocas:  tres aleros y tres bocas con forma rectangular. 

   Fernando sugiere un breve descanso antes de entrar en la cueva mayor, la que tiene los dibujos rupestres.

—Entrar en la cueva implica esfuerzo —les dice—,  es bastante incómodo.

   Y les describe el túnel: un pasadizo por el cual es imposible caminar. Tendrán que arrastrarse sentados unos treinta metros.

   Mariana  mira a  Fernando algo alarmada: 

—Usted no nos dijo eso ayer, al invitarnos. ¿Le parece que  podré hacerlo? 

   Fernando la invita a entrar y espiar el túnel.

   Mariana se acerca. La cueva tiene por delante un espacio del tamaño de una habitación, de unos diez metros de anchura, con el techo muy bajo. En el fondo está el hueco, pequeño y oscuro: ese es el principio del pasadizo. 

   Se asoma, aspira un vaho húmedo y extraño, un olor impreciso. Titubea… Es un esfuerzo, quizás impropio para sus años, pero... ha venido con tantas expectativas.  ¿Qué hacer?...  ¿Bajar?...  ¿Quedarse?... 

   Fernando le repite lo que dijera un rato antes:

—Dentro de las cuevas la energía se potencia, pero todo el cerro es energéticamente poderoso. Ya va a ver a los que se quedaron con Isabel: seguro que a ellos también les pasa algo.  

   Mariana sigue dudando,  ¿será como él dice?... Ha deseado tanto venir y entrar a la cueva... Vacila durante algunos segundos más, pero finalmente se decide: bajará. 


   3. 


   Verónica está muy dispuesta para el descenso, curiosa y entusiasmada.

    Fernando reparte bolsas de arpillera: bajarán reptando sobre sus nalgas. Él se sienta al comienzo del túnel, sobre una bolsa, y alumbra el pasaje con una  linterna muy grande. Detrás de él se acomoda Mariana, Verónica la sigue y cerrando la fila Diego.

   Empiezan  a moverse sobre las bolsas de arpillera...

—¡Esto es muy divertido! —exclama Verónica, riendo a las carcajadas.

   Mariana no parece tan divertida: se queja de sus pobres nalgas, aunque asegura estar contenta por haberse animado. Y se mueve con lentitud, sobre la tierra pedregosa, casi empujada por los pies de Verónica.

   Avanzan lentamente…  

   Finalmente llegan a un espacio grande y de bastante altura.  Fernando prende una lámpara a gas que ha llevado en su mochila y el lugar se ilumina. Las paredes son de pura roca, igual que el suelo, y se ven los dibujos rupestres sobre uno de los muros.

 —Son como unos trescientos metros cuadrados de superficie, aproximadamente...  Nunca imaginé que hubiera un lugar como éste en las sierras  —dice Diego con gran asombro.

   Verónica se acerca a los dibujos, caminando con dificultad  sobre la superficie rocosa. Los demás también caminan tambaleándose, y Fernando sostiene a Mariana por el brazo.

—No son dibujos nítidos, pero me impresionan…  Imaginen que hubo seres humanos aquí, hace muchos siglos  —declara Mariana. 

   Verónica está fascinada y  pregunta qué significan los dibujos.

   Fernando le muestra llamas, cóndores, reptiles, ñandúes, y figuras circulares que parecen laberintos, todo en tonos blancos, rojos y negros. Lo más impresionante son las figuras humanas: guerreros con arcos y flechas, y hombres enmascarados con largos vestidos, tocando una especie de tambor. Ve una figura muy grande, en parte hombre y en parte serpiente.  Fernando le dice que es un chamán.

—¿Qué indígenas estuvieron aquí? —le pregunta Mariana a Fernando—.  Debería saberlo, pero no lo recuerdo…

—Los comechingones.

   Pasan un rato mirando y comentando los dibujos, hasta que Fernando anuncia que se quedarán unas dos horas y que él prefiere pasarlas en silencio. Les da unas mantas que trajo para que puedan sentarse, y se aísla en un rincón muy oscuro, donde se sienta dándoles la espalda.

   Mariana  dice que hará lo mismo que Fernando, su propuesta le gusta: va a buscar una roca algo cómoda y pasará las dos horas sentada, meditando. Se desplaza de rodillas, y al rato Verónica la ve sentándose sobre una piedra.

   Diego encuentra un lugar donde extender sus mantas. Verónica se sienta, pero él no. Le dice que va a investigar la cueva: es un lugar muy interesante. Verónica lo ve moviéndose por la cueva. De a ratos, él se sienta o se acuclilla.

 —Ya sé a qué huele, es olor a hongos. ¡Este lugar está lleno de hongos!  —exclama Mariana, con voz que reverbera.

   Desde su rincón, Fernando responde con ecos admonitorios:

—Sí, está lleno de hongos, pero podrían ser  venenosos. ¡No los toquen!

   A Verónica el lugar le parece muy húmedo y el olor muy fuerte. Y una  sensación extraña la está envolviendo desde que entró: una curiosa flojedad que la obliga a recostarse. Con cierta dificultad,  porque la roca es muy desnivelada, se acomoda y cierra los ojos. 

   Ya recostada, experimenta en forma creciente la extraña sensación. Se siente floja, pero a la vez alerta.  De vez en cuando oye a Fernando que tose, con una tos breve y seca que se repite en ecos; a Mariana, que parece suspirar; a Diego moviéndose por la cueva. 

   Y nada del olor extraño, fuerte y desagradable que sintió al principio. ¿Hongos venenosos?...  Para ella se está convirtiendo en un aroma muy delicado, como si fuesen plantas o flores salvajes. 

 

   4.


   Betti, después de un rato charlando, se alejó del pequeño grupo para fumar. Se aburría terriblemente y eso le daba  más ganas de fumar aun.  Seguía fantaseando con irse, pero vacilaba. ¿Volver a Buenos Aires, con todas sus amigas de vacaciones y Lorena en Punta del Este con el novio, invitada por los padres del chico?... A su empresa no iba a reincorporarse antes de tiempo… ¿Qué podía hacer en Buenos Aires, sola y a principios de febrero?... Podría ir a Pinamar y hospedarse en un hotel… Pero todo implicaba un esfuerzo  y de a ratos pensaba que no valía la pena, que este verano ya se había dado así,  y que mejor se aguantaba y se quedaba... Si al menos hubiera una piscina, ¿cómo éstos de la hosteria no habían puesto una piscina? 

   Y se lo dijo a Isabel, al reincorporarse al grupo después del  cigarrillo. 

—Y sí  —contestó Isabel con gran amabilidad—,  una piscina estaría muy bien, pero es mucho dinero, hasta ahora no alcanzó para eso. Pero tiene el río... ¿No le gusta el río?  El agua viene muy limpia y hay un sitio donde se puede nadar. 

   Betti respondió, sin ocultar su fastidio, que solamente le gustaba bañarse en el mar o en una piscina. 

   Isabel le dedicó una sonrisa y un gesto de disculpa… Pero a Betti esa sonrisa la irritó. ¡Tanta sonrisa y tanta comida!, pero el lugar era insoportable, todo era soporífero y nada le interesaba. 

   De nuevo se alejó del grupo, para fumar otro cigarrillo. Estaba enojada, casi furiosa… Entró en el bosque… Los arbustos le impedían caminar… Era una vegetación espesa, intrincada, espinosa… Se pinchó un dedo y brotó sangre…  Una rama se le enredó en el pantalón y lo desgarró… Y casi se cayó, al tropezar con un tronco leñoso... Empezó a dar gritos…  y patadas contra las ramas caídas, contra los yuyos…

   Y de pronto..., sintió unas terribles ganas de morir…  ¡Qué vida de mierda!...  Sola… Únicamente trabajo y más trabajo… Y cada vez más vieja… ¡Y encima su hija se iría a vivir lejos!

   Las ganas de morir fueron intensas… Pero fue apenas un rato… Después se le fue pasando… ¡Qué mal estaba!... Para esto se quedaba en Buenos Aires… Allí al menos hubiera podido hablar por teléfono.


   5.


   Mariana comienza una practica de respiración, de pranayama, y enseguida entra en meditación… Pierde la noción del tiempo… Sólo silencio, su respiración, ninguna distracción…

   Y de pronto, una súbita comprensión, una claridad absoluta respecto a sí misma la invade… Su vida está desde hace años estancada, paralizada, embotada... Esa jubilación forzosa la obligará a producir un cambio...  No tiene que evitarla sino todo lo contrario, tiene que darle la bienvenida. 

   Esto no lo piensa, llega a su conciencia como una idea fulminante, como una revelación, como una certeza. 

    “Mi vida necesita un cambio y tiene que ser pronto. Todavia puedo, todavía tengo fuerza y empuje, si lo postergo ya no tendré el valor, la energía para encararlo. Debo hacerlo ahora.” 

    Y vuelve a entrar en el silencio. 


   6.


   Para Clara ha sido una hermosa tarde: ha compartido recuerdos… Y ahora se está animando a  dar  un paseo. Isabel le ha dicho que es muy lindo entrar en el bosque y que no hay ninguna clase de peligro, siempre que no salga del sendero.  

   Después de un rato caminando, encuentra un pájaro en el suelo que parece herido. Es un pájaro hermoso, de pecho amarillo y un círculo negro en la cabecita blanca. Parece la cabeza de un fraile, ¿qué clase de pájaro será…? 

   Se acerca al pequeño ser y éste no levanta el vuelo: sin duda algo le pasa… Lo alza y advierte que tiene un ala lastimada. Acaricia con extrema delicadeza el ala de la pequeña ave, y todo su cuerpecito, con movimientos que apenas lo rozan.

   Clara entiende de pájaros. Tuvo canarios y cotorras, hasta el día que pensó  (había muerto su canario y ella estaba muy triste),  que en cautividad no debían sentirse felices. ¡Nada menos que un pájaro, un ser que puede volar!  Regaló la jaula a sus nietos, para que jugaran, y nunca más tuvo como mascota a un ave. 

   Lo roza con sus yemas y él la deja hacer, quizás algo asustado, pero entregado. Clara pasa un largo rato así, acariciándolo, con mucho amor y deseos de que se cure.  ¡Siente tanto amor, hay tanto amor en ella!...  ¿A quién dar todo ese amor?... Sus hijos con sus vidas, sus nietos con su adolescencia llena de indiferencia hacia los viejos,  y ella con todo ese amor para dar… y no sabe dónde ni a quién.  Llora un poco…, pero es un llanto dulce, de pena hacia sí misma, de anhelos,  mientras cobija al ave con cabeza de fraile en su pecho y lo tiene allí,  abrigado por sus manos y su afán amoroso.

   De pronto, el pajarito empieza a moverse, algo inquieto. Clara abre sus manos. Lo mira: irguiéndose sobre sus patitas, hinchando el pequeño pecho amarillo… Está curado. Y súbitamente sale volando. Lo ve perderse entre las copas de los árboles…  

   Muy contenta, ¿lo sanó su amor?, va en busca de sus compañeros… ¡Qué bien la está pasando en Cerro de la Isla! 


   7.


   Verónica oyó la voz reverberante de Fernando. 

—Si les parece, ya podemos irnos.

   Tuvo que poner toda su voluntad para abrir los ojos e incorporarse. Se sentía rarísima, como si estuviera flotando. Era una sensación muy agradable, pero su cuerpo seguía flojo y pasaron varios minutos hasta que se sintió en condiciones de caminar. 

   Vio a Diego sentado, apoyado contra una roca con la mirada perdida, y a Fernando con los ojos brillantes, como si hubiera llorado. 

   Diego se levantó tambaleante, y  mientras se acercaban a la salida, le dijo:

 —¡Qué cosa! Me agarró un sueño terrible, y tuve que sentarme y hacer esfuerzos para no quedarme dormido. 

   Antes de salir, Fernando apagó la lámpara y la guardó junto a las mantas en la mochila.

 —No se olviden que para salir es en subida, así que van a tener que ponerse de rodillas.  Y  usen la arpillera, para que no se les  arruinen los pantalones. 

   Entre él y Diego tuvieron que auxiliar a Mariana, para quien la salida fue una evidente lucha.  No conseguía subir, se quedaba quieta cada dos segundos y repetía casi sin voz: “no puedo,  no puedo”…  Prácticamente la llevaron entre los dos, mediante tironeos y empujones. 

   Verónica, en cambio, subió sin dificultades, aunque con menos ímpetu que cuando entrara.

   Después de salir de la cueva, se quedaron un rato desplomados sobre la tierra, recuperándose.

   El primero que pareció estar en forma fue Fernando, quien previsoramente había llevado un termo con café. Todos bebieron, y de a poco fueron recomponiéndose, aunque Mariana mostró agotamiento y hubo que ayudarla también a descender por el sendero. 

   Al llegar abajo, solamente encontraron a Isabel y a la señora Clara.  Luis y Betti se habían adelantado hasta el cruce.


   8. 


   Cuando los aventureros de la cueva llegaron al prado, casi no conversaron. Fernando percibió que estaban todos ensimismados, quizás recordando sus vivencias. Sin embargo, se comieron todo y acabaron la bebida de los termos. Después recogieron a Luis y Betti en el cruce  y regresaron a la hostería. 

   Continuaron absortos el resto del día. Había una atmósfera extraña, algo que parecía oprimir,  silenciar,  aislar a unos de otros.

   Al reunirse para cenar, Fernando les preguntó si querían comentar cómo había sido para ellos el paseo…  Se miraron unos a otros: ninguno parecía con ganas de contar nada. 

   Fue Mariana la primera en quebrar el silencio. Ella había tenido una experiencia muy reveladora y se sentía muy bien, pero era algo muy personal y no iba a comentarlo, aunque agradecía enormemente a los dueños de la hostería por haberla llevado a ese lugar.

   Luis dijo que no la había pasado bien, pero no quería hablar sobre eso. Betti tenía como siempre la cara amargada  y estuvo muda toda la cena.

   En cambio Clara, con sonrisa radiante y colores en sus mejillas, confesó que había pasado un día maravilloso, que estaba muy contenta por estar allí y que fue una suerte que sus hijos le regalaran estas vacaciones.

   Los cordobeses llegaron tarde a la cena  y Verónica estaba muy rara. Manifestó que se sentía mareada, que de a ratos le parecía estar flotando  y que no tenía nada de hambre, solamente sed.  Cuando Fernando le preguntó si quería hablar sobre su experiencia en la cueva,  se quedó con la mirada ausente y apenas pudo decir  que había sido muy extraño, como estar dormida sin estarlo, y aunque había sido agradable  no sabría como contarlo.  

   Diego reconoció como interesante a la excursión y como impresionantes a los dibujos rupestres, pero  eso había sido todo para él. “No siento nada en particular” dijo con un gesto de ironía, mirando a Fernando.

   No hubo mucha más conversación. Terminaron la cena casi en silencio y  los huéspedes se fueron a dormir temprano.


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