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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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CAPÍTULO 13

 CAPÍTULO 13

                                        


Día trece: miércoles

Aclaraciones entre un hombre y una mujer. La crisis de Fernando. Profundas conversaciones entre Mariana,  Clara y Betti.



   1.


   Fernando vio a Verónica durante el desayuno. Ella le dirigió una mirada y una sonrisa totalmente inocentes. Pero…, ¿acaso no había leído la nota?…, ¿ni siquiera iba a darle una explicación? 

   Pasó parte de la mañana nervioso, buscando una oportunidad para verla a solas. Finalmente la encontró: ella estaba sentada sobre la alfombra mirando el fuego. Se  acercó,  y acuclillándose  le dijo en voz baja: 

—Anoche te esperé.

—Perdoname, pero...  no pude —respondió Verónica con voz casi inaudible.

—¿Quizás hoy?  ―preguntó él con gran ansiedad, cerciorándose de que no había nadie cerca e intentando besarla.

   Ella lo rechazó. 

—Mejor nos olvidamos de lo del otro día —le dijo con gran frialdad.

—¿Por qué?... Yo creí que... Me pareció que…

   Ella no lo miraba, y él veía su perfil endurecido: parecía una mujer de más edad. 

—Fue lindo, la pasamos bien, —susurró ella— pero eso fue todo.

   Fernando protestó, intentó persuadirla: ¿qué había pasado, acaso no había sido fuertísimo para ella también? 

   Verónica quedó callada unos minutos, mientras él intentaba tocarla, abrazarla, pero en vano: ella era como una estatua de piedra. 

   Sin embargo se justificó, de un modo áspero y paradójico: no habría otro encuentro, y no es que él no le gustara. La verdad era que sí, que sentía una gran atracción por él, pero algo le decía que eso estaba mal, que no debían prolongarlo. Era un nuevo y desconocido sentimiento, algo moral. 

—Si estuvieras solo, si yo estuviera sola, probablemente seguiríamos... Pero sos un hombre casado y…

  Fernando la interrumpió con una tontería: no estaban casados con Isabel,  y ella replicó casi con desdén y siempre en un susurro:

 —Bueno, juntado, ¿qué importancia tiene eso?... Estás con una mujer y yo estoy aquí con alguien que en este momento es mi novio y... —demoró unos segundos, mientras movía la cabeza, sin mirarlo—  ¡y no quiero que alguien sufra!


   2.


   Nunca había sido difícil para Verónica decirle “no” a un hombre, y ahora fue igual. Pero se asombró de sí misma, de lo que se oyó decir:

—¡Y no quiero que alguien sufra! 

    ¡Era eso!... Se alegró de haber encontrado al fin la razón, el motivo,  y se afirmó en la idea.

   Dejó de mirar el fuego,  miró a Fernando  y musitó: 

—Es eso…, me gustás y en otras circunstancias... ¡Pero no quiero que alguien sufra! 

   Fernando  enmudeció. Y estuvieron unos minutos callados… Después,  él le dio un beso en la mejilla  y se fue, sin decir  más nada.

    Una sensación de alegría, de burbujeante alegría, se fue apoderando de ella: una sensación nueva e inexplicable. 

   Sintió deseos de caminar.

   Fue hasta la cocina (la única puerta no clausurada)  y salió. No le importaron la lluvia, ni el barro, ni estar desabrigada... Y caminó durante largo rato, dando vueltas entre los árboles del pequeño bosque,  sintiendo esa extraña felicidad sin motivos. 

   ¿O sí los había?...  Todo era nuevo y diferente en Cerro de la Isla. 

   Luego se dirigió a la zona del galpón. Allí estaban los vecinos y Diego, terminando detalles del puente, el cual lucía como un extraño engendro angosto y largo, de troncos y maderas clavadas y amarradas. Su aspecto era algo tosco, aunque  sólido. 

   Diego la recibió con asombro, la regañó por haber salido… ¡y encima sin campera!

   Se sacó la de él, la puso sobre sus hombros, y la acompañó hasta la hostería, colmándola de besos y abrazos por el camino. 

   Ella recibió sus caricias con agrado, con mucho  agrado…

   Ya en su cuarto, mientras se quitaba la ropa empapada y se vestía con ropa seca, la alegría burbujeante continuaba. 

   Y continuó por el resto del día. 

 

   3.


   Después de la conversación con Verónica, Fernando se deprimió. La chica era una diosa, estaba algo enamorado de ella, y la vio tan fuerte y segura mientras lo rechazaba, que eso lo llevó a  desearla  más aún. 

   Se sentía totalmente alejado de su mujer y el romance con Verónica le había hecho bien. Ese encuentro, que él creyó que continuaría, trajo intensidad,  alborozo, mejoró las difíciles circunstancias que estaba viviendo. Incluso había fantaseado con separarse de Isabel e irse a vivir a Córdoba, para estar más cerca de Verónica. Que ella lo rechazara, ¡tan pronto!, fue inesperado y doloroso.  

   Y se puso mal. 

   Durante el almuerzo, anunció que no los ayudaría a instalar el puente. Le parecía totalmente inútil, no iban a conseguirlo, ya verían, con esos terrenos ablandados... Además le parecía una imprudencia ponerse a trabajar demasiado lejos de la hostería, ya sabían lo que decían los informativos. Ayer no había quedado otra que alejarse: tuvieron que buscar a Betti. Pero intentar colocar un puente le parecía un disparate. 

   Luis lo apoyó: él también había renunciado al puente y no pensaba alejarse ni siquiera hasta el galpón.

   Diego protestó, pero inútilmente: fue el único en insistir.  Los vecinos dijeron que en vista de la opinión de Fernando se irían, aunque Antonio prometió volver antes de la noche, por si cambiaban de idea y para traer víveres frescos que le había encargado Isabel.

   Más tarde, Fernando le dijo a su mujer que no se sentía en forma, que la situación lo estaba superando, y que si bien seguiría ayudándola, no quería estar más con los huéspedes: ya no soportaba las miradas acusadoras de ellos.   

   A Isabel su retirada no pareció molestarle. 

—Está bien, andate a casa, y de paso podrías reforzar las ventanas… Yo puedo arreglarme sola,  cuando necesite algo te aviso.

   Fernando subió al departamento.

   Como un acto ritual se dio una ducha fría y se puso ropa limpia.  

   Abrió uno de los cajones del antiguo escritorio, lleno de partituras,  y buscó entre ellas, hasta encontrar una de Atahualpa Yupanqui: ¿cuántos años hacía que no tocaba esa canción?

   Sacó la guitarra del escondite, la extrajo de su funda y la acarició amorosamente. 

   Se emocionó…  “Mi vieja amiga, ¿cómo te olvidé  tanto tiempo?”

   Y empezó a templar las cuerdas, con lágrimas en los ojos. 


   4. 


   Betti se había levantado, aunque seguía un poco débil y recluida en su habitación. De a ratos se preguntaba: ¿qué hago en este hotel todavía?, pero no le molestaba que la atendieran. Los antibióticos habían detenido la infección, y con los cuidados casi permanentes de Clara  se iba recuperando. 

   Conversaba mucho con ella y también con Mariana. La profesora le preguntó por qué se había ido de ese modo. 

—Sinceramente..., no sé qué decirte... Fue un impulso, estaba furiosa. Después me arrepentí, pero ya estaba lejos y perdida.

 —Podrías haberte muerto.

—Ya lo sé... De hecho, lo pensé... Fue bastante horrible…

—O sea, ¿creíste que ibas a morir?

—Sí, lo creí.

—Supongo que casi todos aquí, estos días, estamos pensando en la muerte, aunque de un modo tranquilo. Seguimos comiendo bien, durmiendo en una cama cómoda, todavía hay gas en las garrafas y podemos darnos una ducha tibia de tanto en tanto. Por momentos me inquieto  y por momentos confío en que todo terminará bien,  pero vos… Estuviste en el límite, sola toda la noche, mojada, perdida… ¿Pensaste en algún momento que te iban a buscar?

—Sí, obvio, lo pensé, pero también pensé que a lo mejor no me encontraban, y tuve miedo de que aparecieran víboras o arañas… Me sentía mal… Y me di cuenta que había cometido  un disparate… Fue la peor noche de mi vida... y sin embargo....

   Betti quedó un rato en silencio, recordando…

—Les voy a contar algo que me pasó, algo muy raro… Fue a la mañana, cuando me sentía tan mal, cuando realmente creí que me iba a morir… En medio de la desesperación que sentía, empecé a  recordar toda mi vida… En realidad, más que un recuerdo fue como vivirla de nuevo. Fue algo increíble, muy extraño, muy sorprendente… 

—Sé de qué se trata —le dijo Mariana expresando asombro—. Les ocurre a  personas que están por morir: ven toda su vida como si fuera una película y…

—¡Sí, fue así!  —la interrumpió Betti—. Parecía una película, pero yo estaba adentro… Entonces: ¿lo que me pasó es  normal, les pasa a otros? 

   Mariana reveló que no era tan normal: no todos los moribundos lo experimentaban, había sido una bendición.

—No lo viví como una bendición, fue bastante terrible… y extrañísimo, no sé como explicarles lo que sentí…

—No importa, no necesitamos que nos expliques —le dijo Mariana.

   Pero Betti deseaba hacerlo. Recordar lo sucedido y conversarlo con ellas la estaba ayudando: le servía para poner todo más en claro.

—Es que… vi que toda mi vida fue una gran estupidez. Exceptuando mi maternidad y algunos breves períodos, el resto lo vi como un gran error. 

   Betti les contó con detalles su experiencia…

—Y ahora quisieras que tu vida cambie, ¿verdad? —le preguntó Mariana al concluir su relato.

—Sí, obvio, pero no sé cómo… Recuerdo que me vi trabajando como una esclava durante años, idiotamente contenta… Sigo sintiéndome una idiota,  pero ¿cómo cambio eso?...  No puedo renunciar a mi empleo: es lo único que sé hacer, y me gusta ganar bien y vivir bien.  

—Bueno, una terapeuta que tuve cuando me separé, decía que “no puedo” es sinónimo de “no quiero”, y me recomendaba hacer unos ejercicios de auto indagación en los cuales yo tenía que cambiar los “no puedo” por “no quiero”. Al hacerlo descubría cosas muy interesantes.

—¿Estás insinuando que no quiero dejar mi empleo?

—Tal vez… Pero tal vez no se trata, en tu caso,  de cambiar de trabajo… A lo mejor es algo más sutil, entretejido en tu realidad cotidiana.

—No lo veo… Para vos podrá ser fácil… Se te ve una mujer tan serena, tan satisfecha con la vida…

—No te creas: yo también tengo mis conflictos, mis dudas, mis penas… Pero hay algo en mi vida que me sostiene siempre, a pesar de todo, a pesar de sinsabores y dificultades: la búsqueda espiritual.

   —La búsqueda espiritual… ¿Qué es eso?

—Hay muchas formas de entenderla..., te lo diré a mi modo. Consiste en  acortar la brecha entre lo que somos normalmente: un cuerpo que piensa, siente, se mueve y respira, y Algo trascendente que también somos pero que habitualmente permanece oculto.  Ese Algo, que la agitación cotidiana nos impide descubrir, es lo único que puede sostenernos en medio de tanta fragilidad e inseguridad, lo único que puede sostenernos frente a los azares de la vida, tan dolorosos y destructivos a veces. 

   Betti la escuchaba  con asombro. Y Mariana continuó:

—La búsqueda espiritual es la búsqueda  de la Verdad,  y el intento de honrarla en nuestras vidas, de vivir en armonía con eso. El que busca la Verdad  pero luego engaña y roba no es coherente, no actúa en armonía con esa búsqueda.

   Clara las escuchaba con mucho interés y aprobaba con la cabeza todo lo que Mariana decía.

—Y la búsqueda espiritual también se traduce en acción. El mundo no está bien como está y desde nuestro pequeño lugar podemos ayudar a que cambie. Reconocer al Espíritu y vivir en contacto con lo Divino puede transformar al mundo.

  Quedaron las tres silenciosas, y después Betti preguntó:

—A ver si entendí… ¿Antes dijiste que puedo seguir con mi vida habitual  y al mismo tiempo producir cambios que me harán más feliz?

—Sí, es posible: el verdadero cambio empieza por dentro. En mi caso, ser consciente del Espíritu me ha transformado, y en medio de todas las tristezas que hubo, junto a las pérdidas y los temores, siempre fue el Espíritu, Dios (los nombres no importan), el que me sostuvo y me ayudó a continuar. Podría explicarte qué es la búsqueda espiritual de otra manera, podría hablarte de métodos, de técnicas, de la meditación... Pero, ¿para qué?  La espiritualidad  puede ser algo muy sencillo... Como en Clara: ella no busca, tiene una fe poderosa, y afirma su fe con la plegaria.

   Clara escuchaba a Mariana con lágrimas en los ojos, y dejó el tejido para abrazarla.

—Pero yo no tengo fe, ni siquiera creo en Dios —confesó Betti—.  En realidad no creo en nada… Ojalá pudiera, supongo que es más fácil para los que creen, pero no se puede forzar eso,  no podría… Solamente creo en lo que se puede ver y tocar.

  Clara y Mariana no replicaron. La miraban en silencio…

  Betti siguió preguntando por "esa curiosa búsqueda espiritual" y Mariana orientándola…

—Tendrías que encontrar tus propias soluciones: no creo que la espiritualidad está ya a la vuelta de la esquina en tu caso. Quizás tengas que resolver otras cosas antes, liberarte de otros lastres. Dicen que para emprender una búsqueda espiritual hay que estar ligero de equipaje, y tal vez tengas todavía muchas cosas que resolver antes de empezar con eso.

—¿Cómo qué?

—No lo sé, no te conozco bien…, aunque la clave está en tu experiencia durante las horas que pasaste perdida. Todo eso que viste y te pareció un error: tu trabajo esclavo, tu vida rutinaria… Posiblemente tengas que comenzar por ahí: reparar esos errores, sentirte mejor con vos misma, tranquilizarte… Siempre te vi nerviosa y fumando como una chimenea, impaciente, fastidiada con todo.

—Pareces mi psicóloga —dijo Betti riendo. 

   Mariana y Clara también se rieron.  

   Luego, Betti desahogó su tristeza por lo de Lorena con ellas. Mariana opinó que nada podía hacer al respecto, excepto resignarse y aceptarlo.

—Los hijos, cuando grandes, desean abandonar el nido —agregó Clara.

   Pero Betti siguió lamentándose: su única hija… y se iría tan lejos, del otro lado del océano.

—No es tan lejos: algunas horas de avión... y vos no sos pobre. Y cuando te jubiles, si tu hija no volvió, podrías irte a vivir cerca de ella. 

   A Betti nunca se le había ocurrido ver las cosas de ese modo. Realmente, ¡no sonaba tan terrible! : doce horas de avión y más adelante...


   5.


   Llovió fuertemente durante todo el día, pero al atardecer la lluvia se detuvo por completo. 

   Los noticieros de la radio  (que ahora todos podían sintonizar, pues Fernando la había puesto en el comedor) dieron buenas noticias. Según los pronósticos meteorológicos, la lluvia torrencial de hoy sería la última en toda la región: la tormenta estaba concluyendo. Sin embargo, el peligro de avalanchas continuaba y las autoridades locales recomendaban mantener las medidas de precaución hasta nuevo aviso.

   Fernando fue a inspeccionar las cabañas: estaban un poco inundadas, no demasiado, y confiaba en que soportarían la humedad. 

   Antonio regresó, como prometiera, cuando anochecía, cargado de víveres frescos que mandaban sus padres y que los dueños de la hostería compraban a precio de amigo. Entre las provisiones había dos pollos (éstos eran un regalo de la esposa de don Pancho), lo cual provocó una terrible discusión entre Isabel y Fernando. Él quería que cocinara los pollos: la gente estaría muy contenta y era una forma de gratificarlos. Isabel no aflojaba: ella era vegetariana, ¿cómo iba a cocinar pollo? 

   Al ir Clara a la cocina para hacerle un té a Betti, presenció parte de la disputa.  Enseguida buscó a Mariana para contarle, y de paso le confesó que venía sintiendo que la hostería estaba un poco caótica  y que sería de ayuda si ella, además de rezar,  trabajaba un poco.

   Después de ponerse de acuerdo, las dos mujeres se presentaron en la cocina. Con mucha firmeza le exigieron a Isabel que les permitiera preparar la cena y que no se opusiera a un festín semejante. Estaban todos debilitados después de tantos días de tensión,  les caería bien un poco de carne. 

   Con innegable asombro e indignación, Isabel le dijo a Mariana:

—¡Usted me dijo que era vegetariana!

—Normalmente lo soy, pero no soy fanática. Además estos son pollos de campo, alimentados naturalmente. ¡Nos van a  caer muy bien!

   Isabel tuvo que ceder. La echaron amablemente de la cocina, diciéndole que aprovechara para descansar,  y se pusieron a preparar un pollo a la cacerola con arroz.

   

   Esa noche fue casi de fiesta, aunque todo era inusual.  Isabel no cenó con ellos sino en su departamento, con Fernando, quien (según les había contado ella) no se sentía en forma.  

   La ausencia de los dueños  hizo que todos se distendieran y hablaran con más libertad que de costumbre. Pero como estaban  optimistas y contentos, casi no hubo críticas. Ni siquiera por parte de Betti, quien se había levantado para compartir  la  cena. 

   Y la cena les pareció un banquete. Además del pollo, y de una ensalada con hortalizas de la huerta de don Pancho, tuvo como postre una torta de duraznos con crema “chantilly”, preparada por Clara al descubrir que entre los comestibles frescos había crema de leche.


   6. 


   Mientras cenaban, Betti cruzó miradas con Antonio, miradas que la hicieron desear  encontrarlo a solas. Si la vieran sus amigas, ¿qué dirían?... Pero no podían verla. 

   Más tarde lo buscó, sin suerte: ¿se habría ido?  Le preguntó por él a Isabel, que había bajado y estaba acomodando el comedor.

 —Quiero ver al vecino para preguntarle algunas cosas de cuando  me rescataron.

   Isabel le dijo que Antonio estaba cerca del galpón, dándole de comer al caballo. 

   Betti  fue a su habitación, se abrigó bien,  y  salió de la hostería por la puerta de la cocina, llevando una linterna que le facilitó la dueña.

   El caballo estaba guarecido debajo de una techumbre improvisada con ramas y dio un fuerte relincho al verla. Dentro del galpón, apenas iluminado por la luz de un pequeño farol, divisó al chico limpiando la montura.

   Antonio pareció contento de verla y la saludó con su sonrisa irresistible. Betti no supo qué decirle… Fue él quien inició la conversación, diciendo que estaba preparando sus cosas  para la partida. 

—¿Se va…, ahora de noche? 

—No,  me voy mañana al amanecer, pero quiero dejar todo listo.

—Quería agradecerle…

—No tiene por qué… ¿Ya se siente bien?

—Sí, me recuperé. 

—Usted es una mujer fuerte.

—¿Le parece? 

—Y…,  eso que hizo...

—¿No le parece una locura?

—Según se mire… A lo mejor fue una locura, pero una locura valiente.

   Betti  sonrió complacida y hubo un largo silencio. Ella no sabía cómo continuar,  hasta que él dijo:

—Mañana me voy a mi rancho.

—¿A lo de su familia, un rancho? Entendí que era una  finca muy grande.

—Sí, la casa de mi familia es grande, pero yo tengo un rancho… Bah, no es un rancho, es una casa de material, pero por aquí hablamos así…

—¿Y ahí,  con quién vive?

—Vivo solo, pero como los animales los tengo con mi padre y mis hermanos,  paso parte de la semana en casa de mi familia. Y cuando quiero estar tranquilo me voy al rancho… ¿Le gustaría conocerlo?

  A Betti la invitación la dejó nuevamente muda,  turbada, vacilante…

—No sé... Puede ser...  ¿Cuándo?

—Véngase conmigo mañana.

 —¿Mañana…, con usted?  ¿Y el peligro de aludes? 

   Él presumió: sabía cómo moverse con el caballo, las avalanchas se oían antes, no tenía que tener miedo estando con él. 

   Ella siguió poniendo excusas y él refutándolas, mientras le sonreía tentadoramente…

   Paralizada por sentimientos contradictorios, muy confundida, le respondió que no podía decidir en ese momento, que lo iba a consultar con la almohada.

   Y se despidieron, pero al salir del galpón oyó que Antonio  decía:

—Si va a venir se tiene que levantar temprano, porque apenas claree me voy. La voy a esperar en la cocina, a eso de las seis y media.

—¡Está bien, pero si a esa hora no aparezco, es que no voy!  —le gritó sin darse vuelta. 

—¡Me gustaría mucho que venga!  —gritó él a su vez,  mientras ella se alejaba.



   7.


   Diego y Verónica están en la cama, abrazados. Él lee un libro en voz alta. Entre párrafo y párrafo se besan y acarician… 

—Es lindo leer de a dos…, nunca lo hice —confiesa Diego. 

—Yo ni de a dos ni sola, nunca fui muy lectora, pero ahora me está gustando un poquito… Quiero entender mejor lo que me pasa. 

   Ella pone la cabeza en el pecho de él.

—Quiero que me cuentes la última canalización. 

   Diego le cuenta…. Ella  escucha asombrada… 

—¿Qué ocurrirá con eso cuando volvamos, me seguirá pasando?  —reflexiona ella.

 —¿Viste lo que dijo Mariana el otro día?: tiempo al tiempo. Es todo muy nuevo para vos, aunque... yo creo que en Córdoba ya no te va a pasar.

—¿Por qué creés eso?

—No sé, pienso así, que lo que te pasó fue aquí y no va a repetirse, pero en realidad no lo sé…  A lo mejor sí.  

   Verónica se estira... Se abrazan...  Se hablan al oído...

—Sólo estoy seguro de una cosa para cuando volvamos… 

—¿De qué?

—Quiero que vengas a vivir conmigo.

   Ella  se acurruca sobre su pecho, envuelta en sus brazos.

—¿Te parece, a tu departamento?... Es muy chiquito...

—Eso no es problema, nos mudamos a otro más grande.


   8.


   Esa noche Betti casi no durmió. Estuvo mucho tiempo dialogando consigo misma, como si hubiera dos Bettis: una que deseaba vivir lo que la vida le presentaba y  otra que no se animaba. 

—Podría ser mi hijo, es un disparate, no debe tener más que veintisiete o veintiocho años.

—Pero no lo es, no es tu hijo…Y nadie te ve… Hace años que no sentías esto: él  te gusta. 

—Sí, claro que me gusta… Me siento viva de nuevo, me siento joven. 

—¿Y te das cuenta que a él le gustás? … ¿Cuánto hacía que no le gustabas a un hombre?

—Siglos… Pero no es un hombre, es un chico. 

—Es un hombre, no digas pavadas. 

—¿Qué hago…, qué hago?

   Finalmente se durmió, después de marcar el despertador de su celular para las cinco.  Ignoraba, al dormirse, cuál sería su decisión. 


   Al sonar el despertador se le presentó con fuerza su dilema, pero esta vez fue muy rápido.  

   Se levantó, fue al baño y volvió a la cama: tenía un rato para decidirse. Y mientras miraba, a través de las cortinas de la ventana, como las sombras de la noche iban cediendo el paso a la luz, la fue invadiendo un sentimiento de osadía y libertad… Y se decidió.

   Preparó sus cosas. No podía llevar la valija (demasiado bulto para el caballo), así que puso lo más necesario en el bolso y dejó lo demás sobre la cama. 

   Escribió una cartita despidiéndose de todos y pidiendo a Mariana y Clara que dieran algún destino a la ropa que dejaba. Calculó lo que debía y puso el dinero sobre la mesita de luz,  junto con la breve despedida.

   Sabía que  no iba a volver. Después, él la llevaría hasta el pueblo, o quién sabe, a lo mejor más lejos: en la finca de sus padres había vehículos. 

   Se maquilló, se vio más joven que últimamente: había colores en sus mejillas, brillo en sus ojos. Pero no pudo evitar un recelo último:

—¡Estoy loca, estoy de nuevo haciendo una locura! ―se regañó. 

—Sí, una locura, pero una locura divertida —se respondió—. ¡No vas hacia la muerte como el otro día, vas hacia la vida!


   En la cocina, estaba Antonio cebando mate y comiendo pan con mermelada. Pareció muy contento al verla. 

—¿Quiere unos mates?

—No tomo mate por lo general, aunque...

   Aceptó el mate. Era  amarguísimo, pero lo disfrutó. Era como él: áspero, fuerte, algo salvaje.  

   Casi no hablaron. 

   Betti lo miraba moverse por la cocina con esa firmeza propia de hombre de campo. Y no tenía más dudas, ni temores, ni culpa. 

   Tomaron unos mates más…

   Después, diciendo que ya era hora, Antonio abrió la puerta de la cocina y con un gesto la invitó a salir.

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