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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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Peregrina en la India

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CAPÍTULO 14

 CAPÍTULO 14

                        


Día catorce: jueves 

La amenaza y el miedo. Gran agitación y… desenlace. Última canalización. Conversación entre dos amigas. 



   1.


   Mariana fue la primera en descubrir que Betti había partido… 

   En la cartita de despedida no había muchas explicaciones. Discretamente les decía que el vecino iba a mostrarle unas tierras  y que después él la llevaría al pueblo.

   Mariana se reía sola: ¡quién lo hubiera dicho! Y corrió a contarle a Clara, pero su anciana amiga reaccionó con desconcierto, con incomodidad. No aprobaba la nueva huida de Betti, esta vez en una aventura con un chico paisano que podría ser su hijo. Pero Mariana la defendió:

—No lo tomes así, Clara… Betti es de mi generación, no de la tuya… Actuamos de otra manera… ¡Y la vida es tan corta!… Yo creo que hizo muy bien. 

   

   Cuando Isabel lo supo, su asombro fue enorme. 

—¡Se fue con el Antonio! —le dijo riéndose a Fernando, cuando él vino a la cocina para tomarse unos mates.

   Fernando se rió a las carcajadas:

—¡Qué Antonito éste, qué bandido, ninguna se le resiste!


   Durante el desayuno, Verónica, Diego y Luis recibieron la noticia con sorpresa y animación.  

—¿Betti, con ese chico?... Jamás lo hubiera imaginado —comentó Verónica.

   Diego y Luis hicieron bromas de tono subido, hasta que Mariana los regañó, señalando imperceptiblemente a Clara, quien miraba su taza y estaba evidentemente incómoda.


   2.


   Y así estaban, muy animados, charlando y riendo mientras terminaban el desayuno, cuando de pronto Luis escuchó algo en la radio, ubicada sobre un aparador cerca de su asiento. Muy pálido, sin hablar, señaló el aparato… 

   Diego levantó el volumen… Era el noticiero local. Avisaba a la población de la zona que a pesar de que el temporal estaba finalizando, se habían producido nuevos desprendimientos, como resultado de tantos días de agua. Recomendaban reforzar las aberturas de las viviendas y no abandonarlas, excepto en caso de absoluta necesidad. Las viviendas precarias ya habían sido evacuadas en toda la región y había asueto  administrativo. 

   La alegría se disipó, volvió el  desasosiego. Y con más fuerza que nunca.

   Fernando, que había escuchado el noticiero desde la cocina,  apareció por la puerta vaivén y quiso tranquilizarlos, pero se notaba que él también estaba preocupado.

   Luis no ocultaba su desazón: ¡otra vez el peligro, la incertidumbre!... Iba y venía… Del comedor a la salita, de la salita a su dormitorio, y de nuevo al comedor o a la salita. Y a cada rato se aproximaba a espiar a través de los resquicios que dejaban las ventanas y puertas fortificadas.

   Un rato después, Fernando pidió ayuda. Luis, Diego y Verónica se dedicaron a revisar todas las aberturas y a clavar algunas maderas más, cerciorándose de que todas estaban bloqueadas del mejor modo posible.  

   Fernando e Isabel, con prisa y en silencio, almacenaron agua en muchos recipientes y envolvieron los alimentos en bolsas de plástico.  


   3.


   Clara sentía un poco de miedo: la moral de los demás había decaído y la sensación de peligro era mayor que nunca… Eso la afligía, aunque no por ella. No tenía miedo a la muerte, a la cual de todos modos se acercaba, lenta e inexorablemente. ¡Pero morir lejos de los suyos!... Se preocupó: si ella se iba  de esa forma tan terrible,  sus hijos iban a sufrir muchísimo. 

   Pero como siempre, se tranquilizó rezando. 

    Recitó fervorosamente padrenuestros y avemarías, con  el  antiguo y lustroso rosario, obra de unos monjes franciscanos. Había sido de su madre y era su talismán. Lo llevaba siempre consigo, junto al tejido, dentro de una bolsita de terciopelo donde también guardaba las fotos de sus hijos y nietos, y la de su difunto marido. 

   Y  se encomendó a sus Santos, para que la protegieran, a ella y a sus amigos.

 

   4. 


   Fernando sale para ver si están bien resguardadas las cosas del galpón y de los cobertizos: es lo único que le falta revisar. Y percibe en el campo un silencio desacostumbrado: podría ser el indicio de que habrá una avalancha y de que pasará por allí.

   Después, sentado en el comedor, comparte el almuerzo con los demás. Ha comprendido que tiene que estar junto a ellos.

—Afuera está muy silencioso  —les dice― y eso no es buen presagio.

—No me asuste  —le pide  Mariana.

—Les digo la verdad, ¿no querían eso? Cuando en el campo hay tanto silencio es mala señal. Los animales están en sus guaridas, los pájaros en sus nidos… Se esconden porque  saben lo que puede ocurrir antes que nosotros.

   Diego dice que aunque un alud pasara por donde están, no podría echar abajo al  edificio: es antiguo, de cimientos sólidos y paredes gruesas. Y las maderas  que han puesto sobre ventanas y puertas son resistentes. Podrían quedar cubiertos, pero después abrirían un pasaje. 

   Fernando coincide en parte con él, aunque también sabe que las avalanchas arrastran a veces objetos de terrible peso y contundencia, como grandes rocas o árboles enteros, y que circulan a gran velocidad: es imposible saber de antemano el daño que causará y si la casona lo soportará o no. 

   Pero no se los dice.

  

   5. 


   Siguen almorzando casi en silencio, hasta que de pronto... oyen un ruido espantoso. 

   Fernando se precipita a la cocina, diciendo que va a bloquear la puerta de atrás, la única no clausurada.  Isabel lo sigue.

   Luis le dice a Mariana que se siente mal. Se levanta, trastabilla hasta el sofá, y allí se derrumba.

   Clara, sin levantarse de la mesa,  se pone a rezar en voz alta.

   Los chicos y Mariana se levantan, y tratan de atisbar por los mínimos espacios que dejan las aberturas bloqueadas.

   Pueden ver, por la ladera a cuyos pies esta la hostería, un río de lodo descendiendo a gran velocidad.

   Fernando e Isabel aparecen por la puerta vaivén, con sus rostros desencajados. 

   Mientras el río de lodo se aproxima a la base de la ladera, hay frenéticas  discusiones: ¿se dirige hacia el edificio o no?  Fernando asegura que no, Diego duda. 

   Verónica parece estar asustada, y aferrada a Diego comienza a llorar.

   Luis, tambaleante, se levanta para mirar. 

   Excepto Clara, quien continúa sentada rezando, los demás se apiñan frente a una ventana que ―gracias a su sólida estructura enrejada de metal― no ha sido completamente tapada y permite ver bastante bien, a través de los pequeños cuadraditos de vidrio, lo que pasa afuera.

   Mariana deja de mirar y se sienta junto a Clara, para acompañarla en la oración.

   Todo es muy veloz, ¡vertiginoso!  Más veloz que el miedo que todos sienten, más veloz que cualquier  reacción.

   En pocos segundos más ven la corriente de lodo, piedras, árboles y otras cosas indefinidas,  pasando a unos cincuenta metros de donde están.  

—¡Está pasando lejos, no nos tocará!  —grita Fernando. 

   Se afloja la tensión: ¡están a salvo! 

   Pero el alivio no cambia el estado casi extático de todos: siguen contemplando con estupor la furia destructiva… Pasmados… Paralizados…

   Todos miran, incluso Clara, que se ha levantado  y continúa rezando en voz baja,  ahora para agradecer.

   El alud es terrorífico, el ruido ensordecedor… 

   Y verlo pasar es portentoso… 

   Sobrecogidos, contemplan la furia y el poder de la naturaleza… 

   Súbitamente, Isabel empieza a gritar… Sus gritos son alaridos desesperados, que repite como un eco:

—¡No, no!... ¡Por favor, no! 

   El alud está precipitándose sobre las cabañas… 

   Y en un tiempo brevísimo, el colosal vómito de barro las destruye.

   Las cuatro desaparecen vertiginosamente: despedazadas..., arrastradas... Nada queda de ellas.

   Fernando sostiene con fuerza a Isabel. Ella llora convulsivamente y él, abrazándola, intenta calmarla: le dice que van a hacerlas de nuevo.


   6. 


    Desde que escucharon el ruido  hasta que todo acabó,  habían pasado en total unos quince minutos, pero a ellos les pareció que había sido más tiempo. Fernando les explicó que en las situaciones límite, la percepción del tiempo se altera.   

   Isabel, abrumada por lo sucedido, se fue a su departamento en compañía de Fernando. 

   Y el almuerzo continuó sin la presencia de los dueños… 

   Se contaron lo que habían sentido: el miedo, las fantasías, el alivio ante el desenlace… Y después prendieron la radio: las emisoras locales ya estaban informando sobre el alud, y aseguraban que había sido el más terrible ocurrido en la zona. 

   Más tarde hubo un informe oficial diciendo que afortunadamente no se registraban víctimas, y que un helicóptero estaba sobrevolando el área afectada y el pico de la montaña. De acuerdo a los expertos, no se producirían más aludes. Eso significaba el fin del terrible temporal. 


   Estuvieron el resto del día como atontados, sin energía: el exceso de tensión los había dejado aplastados. 

   Durmieron una larga siesta y al atardecer se animaron a salir. 

   El cielo se había despejado  y el sol se estaba ocultando detrás de los cerros.

   ¡Qué alegría..., el sol de nuevo! 

   Caminaron hasta donde se podía… 

   Y lo que vieron fue una devastación y las cabañas convertidas en montones de escombros embarrados. El alud había destruido todo a su paso…

   Por fortuna, sólo un fragmento del camino estaba cubierto: el segmento que se bifurcaba entre las cuatro. El camino principal de la finca estaba intacto, aunque la avalancha le había pasado cerca. Sí vieron tramos tapados en el camino que iba al vado, pero Fernando les dijo que de limpiarlos se encargaría la municipalidad,  con suerte al día siguiente.  

   Cuando volvieron, hubo un sobrentendido acuerdo para hacerse cargo de la hostería. Clara preparó la cena, con la ayuda de Mariana y Verónica. Diego y Luis desclavaron maderas, liberando puertas y ventanas.  

 

   7.


   Fernando nunca había visto a Isabel así: toda la tarde lamentándose, con rabia y desesperación. Intentó tranquilizarla, pero no lo consiguió. 

   Recién a la noche, después de varios tés de tilo y pastillas de valeriana, se calmó un poco, aunque no demasiado. 

   Fernando le había dicho que volverían a construir las cabañas, pero era una mentira piadosa.  El fin de las cabañas era el fin de muchas cosas, y no las haría de nuevo.   

   Y experimentaba algo paradójico… No es que no le apenara la pérdida de las cabañas, pero al mismo tiempo sentía eso como una liberación. Era un desastre, y sin embargo era también una suerte: el fin de las cabañas facilitaría el fin de su pareja. 

   No de inmediato, no iba a dejar a Isabel sola en estos momentos. Era necesario esperar, darle tiempo para superar la pérdida, ayudarla a recuperarse, a aceptar. Continuarían juntos unos meses más, haría la cosa de a poco, pero estaba seguro: se iban a separar. 

   De a ratos se escapaba del departamento para estar con los huéspedes, pero no cenó con ellos. Quería acompañar a Isabel, y por otra parte, no hubiera podido compartir la alegría de los demás. Les destapó un par de botellas de vino y se fue a cenar con ella. 



   8.


   Fue una cena de fiesta, jubilosa, con bromas y risas. Y se embriagaron un poco, incluso Clara… 

   Por las ventanas abiertas entraba la noche. Y en el cielo aterciopelado, brillaban millones de estrellas.

   Nadie mostró pena por la pérdida material de los dueños.  A esta altura todos sabían que habían sido retenidos en la hostería, con peligro para sus vidas. Y aunque no tocaron el tema, y sólo hablaron del futuro, de la alegría de estar vivos y de lo que harían al regresar, hubo una tácita y compartida indiferencia por lo ocurrido con las cabañas. 

   Tampoco hubo declaraciones compasivas cuando Fernando volvió a aparecer durante la sobremesa  y comentó que Isabel se sentía muy mal.

   Mariana le dijo en voz baja a Clara que por suerte no estaba Betti, sino hubiera hecho comentarios sarcásticos, tipo “ahora le toca a ella” o “se lo merecía”. 


   9.


   Después de la cena van a la salita. 

   Casi con seguridad es la última noche: todos quieren partir al día siguiente, siempre que el camino y el vado estén transitables.

   Luis enciende el fuego y desafía a Diego a una revancha con el ajedrez. Clara teje. Mariana y Verónica están silenciosas y quietas.

   De pronto, Verónica (sentada en su lugar favorito, sobre la alfombra junto al hogar) empieza con los movimientos que anuncian canalización. 

—¿Todavía..., qué va a transmitir ahora?  —murmura Mariana con sorpresa.

   Diego se acomoda cerca de Verónica, entre ella y el hogar. 

   Y  escuchan…    

                     

                                                 

Reconoce al espíritu que mora en ti,

que mora en todas las cosas:

el Absoluto, el Todo, Conciencia y Energía.


Ponte en sintonía con la Fuente de la Vida,

en  unión consciente con tu Esencia espiritual.


Y transforma la manera en que te conduces.


El momento es hoy,

Ahora o Nunca


Cambia tu materialismo en espiritualidad…

Tu individualismo en cosmovisión…

Tu ignorancia en sabiduría…


Busca la coherencia 

entre lo que piensas y lo que haces.


Y  realiza en ti las grandes virtudes.


El momento es hoy,

Ahora o Nunca

    

Procura el contacto 

con los Seres de Luz:

Ángeles, Guías, Maestros…


Y confía en su protección,

en su orientación , en sus enseñanzas.

 

Ellos te mostrarán  tu Propósito.       

                    

El momento es hoy,

Ahora o Nunca




   Cuando el mensaje concluye, Verónica entra en ese estado que nadie sabe si es desmayo o está dormida. 

   Diego la lleva en brazos hasta el sofá y  la acuesta. 

—Fue hermoso… Un mensaje lleno de esperanza  —dice Mariana, con los ojos húmedos y luminosos.

   Clara también tiene los ojos húmedos y dice, mirando a uno y a otro:

—El Señor nos condujo aquí, y agradezco lo que he vivido junto a ustedes. Nunca voy a olvidar estos días, están entre los más maravillosos que pasé en mi vida.

   Mariana suspira.... 

—Sí, fueron días muy especiales. Lástima que tan mezclados con el miedo y la preocupación, aunque… como la vida misma, ¿no?...  Yo tampoco voy a olvidarlos.


   10.


   Ya es la medianoche. Los chicos y Luis se han ido a dormir. Mariana y Clara, sentadas en la cocina,  beben un té de manzanilla y conversan.

 —Dios mediante, mañana nos iremos  —dice Clara. 

   Pero está melancólica.

—La única pena es que nos vamos a separar... Vivo tan sola desde que murió mi marido... Estar con gente tan agradable de la mañana a la noche me hizo sentir muy bien. 

 —¿Y no podrías repetirlo cuando vuelvas a Buenos Aires? —le pregunta Mariana, mirándola dulcemente.

 —¿Y de qué manera?...  No voy a irme a vivir con mis hijos...

 —No me refiero a eso… Quizás alguna actividad que te haga bien… y  te permita estar en compañía al mismo tiempo.

 —No hay trabajo para los viejos  —se queja Clara.  

 —Bueno, no hay trabajos convencionales, con sueldo, pero como voluntaria...

—Ya lo intenté, pero no pude. No soporto ir al hospital, me pone mal ver a los enfermos, a los moribundos…

 —¿Acaso el hospital es la única opción? Sé que hay otras formas de voluntariado...

 —Puede ser… Ahora que recuerdo, poco después que enviudé el cura de mi parroquia me habló de un comedor infantil, donde necesitaban ayudantes. Pero en ese momento yo estaba muy triste, sin ganas de nada, y no fui.

 —Pues ya ves… Seguro que vas a encontrar un lugar donde ser útil y además estar en compañía.

   Clara piensa que Mariana tiene razón. 

   Se levanta,  la abraza, y confiesa:

—¡Ojalá encuentre algo así!... Hace bien ayudar a los demás, y hace bien tener amigos. 



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