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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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Peregrina en la India

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CAPÍTULO 12

 CAPÍTULO 12



Día doce: martes 

La increíble experiencia de Betti. Tomasito viene con su hermano Antonio para emprender la búsqueda. Una declaración amorosa. Alguien sufre una gran desilusión. 



   1.


    Betti se despierta al amanecer.  Demora unos instantes en comprender dónde está y lo que ocurre. Se siente mal, no tiene fuerzas; intenta levantarse y no puede. 

Se toca la frente: ¡hierve! “Tengo mucha fiebre, me enfermé, me voy a morir aquí como un perro” piensa.

    Durante largo rato lucha por levantarse, pero está muy débil y no lo consigue. Luego de lidiar con la más absoluta desesperación, recuerda que tiene aspirinas. Busca en su bolso… Encuentra las aspirinas y se toma dos con el resto del té, ya frío. También mastica el último trozo de pan. 

   Hay un solo pensamiento en ella, un único impulso: ¡volver, volver!, regresar a la seguridad del hotel. 

   Cuando las aspirinas hacen efecto, logra levantarse. Y empieza a desandar lo andado...  Le duele todo el cuerpo y mientras avanza con gran dificultad, se repite: ¡tuve un ataque de locura, esto fue un suicidio! 

    El descenso le resulta mucho más penoso que la subida el día anterior, no sólo porque no tiene fuerzas sino porque la pendiente es pronunciada y de tanto en tanto se resbala. 

   Por un par de horas desciende sin detenerse, a pesar de las dificultades y de la debilidad, presa de una enorme ansiedad por estar a salvo. Casi no llueve y espera llegar pronto… Pero, repentinamente,  el sendero desaparece: árboles y arbustos le impiden continuar. Va y viene en distintas direcciones, sin encontrarlo: la pista embarrada y estrecha no asoma,  únicamente monte hostil. 

   Por largos minutos lo busca, hasta que —agobiada por un sentimiento de impotencia y desaliento— renuncia. Y se queda sentada, apoyada sobre un tronco. Lo que siente es espantoso…  “Voy a morir, voy a morir…” es su idea fija. Y se la repite a sí misma como si fuera una letanía.

   Después de algún tiempo, las aspirinas disminuyen su efecto, y de nuevo: debilidad, fiebre, dolor muscular, temblores. Desplomada contra el tronco, un frío mortal la va poseyendo, un creciente letargo… ¡Qué estupidez…, morir así! 

   Pero el sopor está en el cuerpo, en su mente hay claridad… Y por su mente comienzan a desfilar, con gran nitidez, escenas de su vida… Una tras otra las ve, como si fueran una película, aunque más que verlas parece revivirlas, estar de nuevo allí:  sintiendo, experimentando…, los goces y las penas. 

   Ve momentos lindos: su casamiento… y ella mirándose al espejo con su vestido de novia… Y bailando en la fiesta… Y el rostro joven y sonriente de su marido…

   Ve el nacimiento de su hija: ella en la clínica rodeada por médicos y enfermeras… Los dolores del parto… La increíble alegría de los primeros minutos con la beba en  brazos.

   Revive momentos difíciles y dolorosos: la muerte de sus padres, su separación, el susto de una operación de apendicitis a Lorena… 

   Innumerables escenas aparecen y desaparecen, como si sucediera todo otra vez, pero en un tiempo veloz  o en un tiempo sin tiempo.

   Finalmente ve el  día de ayer,  la huida insensata y suicida. 

   “Voy a morir… ¿Y esto es todo?…  ¿Aquí se acaba todo?... ¡Qué vida más estúpida!...  ¿Qué hice con mi vida?... ¡Qué vida más vulgar, qué pocos momentos de felicidad!... Sólo trabajo y más trabajo, rompiéndome la cabeza para que mi empresa venda más, sentada detrás del escritorio, día tras día, mes tras mes, año tras año…”  

   Con una extraña lucidez, en medio del aturdimiento de la fiebre y los escalofríos, se repite: ¿esto fue mi vida?… Toda su existencia le parece un error, una tremenda estupidez. Y una idea, con brillo de diamante, irrumpe en su alma dolorida: ¡Voy a morir, pero si me salvara,  cambiaría todo! 

    No sabe bien qué cambiaría, qué dirección tomaría. Lo único que sabe es que lo vivido fue equivocado. Y se pone a imaginar cosas que debería cambiar: dejaría de fumar, trabajaría menos… Intentaría pasar más tiempo con Lorena… Pero, ¡ay!, Lorena ya es grande y se irá a vivir lejos…  Tal vez, debería cambiar muchas cosas… ¡Cambiar  todo lo que pueda, todo lo que pueda! 

   Y es tanta la fuerza de esa idea, que experimenta de nuevo el impulso por salvarse.

   Se incorpora. Ya no queda líquido en el termo. Sin embargo, mastica otras dos aspirinas, mientras chupa sin asco algunas hojas mojadas para tragarlas mejor. 

   Al rato, nota alguna energía, aunque también dolor en el estómago. Arrecia la lluvia, furiosamente, y no se ve nada. Pero Betti está animada por una idea reciente: si continúa bajando, aún sin sendero  (la pendiente es pronunciada, no puede equivocarse, no puede volver a subir), llegará hasta el  río  y una vez allí conseguirá ubicar la hostería o alguna casa.

   Emprende el descenso, aunque lentamente, trastabillando, tropezando con ramas y arbustos, rodeando árboles, hasta que reaparece el sendero. ¿El mismo…, otro…?  ¡Qué importa,  es un sendero! 

   Eso le da ánimos,  lástima que su cuerpo ya no responde. Camina un poco más, mientras se apodera de ella un fatal agotamiento. Pero hace todavía un esfuerzo, avanza…, apoyándose en troncos y ramas…, hasta que tropieza  y cae.

   Y ya no puede levantarse.

   Se queda tirada bajo la lluvia, a medias consciente, pensando que va a morir… 

       

   2.


   Cuando estaban terminando el desayuno llegó Tomasito en compañía de uno de sus hermanos, y trayendo dos caballos —además de Maradona y el tordo de su hermano Antonio—  para Fernando y para Betti cuando la encuentren.

   Apenas lloviznaba, y aunque no por primera vez,  todos estaban ilusionados: a lo mejor se acababa la tormenta. 

   Pero las noticias que traían los vecinos reavivaron la  ansiedad. Del otro lado de la montaña se habían producido algunos aludes poco importantes durante la noche. Por suerte ninguno sobre las casas, aunque la gente decía que había que estar preparados: podrían ocurrir avalanchas más grandes en otros rincones de la sierra… Y la hostería estaba a los pies del pico mayor, el más temible.

   Fernando se dedicó a reforzar puertas y ventanas, con la ayuda de los hijos de don Pancho. Si bien el alud seguía siendo sólo una amenaza (como les explicó a los huéspedes),  tenían que ser prudentes. 

   Obstruyeron todas las aberturas, excepto la puerta  de la cocina que usarían para salir y entrar, y cuyo bloqueo dejaron listo para ser resuelto en dos minutos con muebles pesados.


   3. 


   Luis  pregunta cómo son los aludes, cuál es el  peligro, cómo  defenderse. Y su  ánimo  se ensombrece: el riesgo de una avalancha es todavía peor que el del agua subiendo. El agua es lenta, quizás da tiempo para nadar, para flotar, ha estado amenazándolos durante días y hasta les ha dado tiempo para construir un puente. Pero, ¿un alud?... Toneladas de barro, piedras y hasta árboles enteros cayendo de la montaña a gran velocidad, destruyendo todo a su paso. ¿De qué sirvió construir un puente  si ahora el peligro son los aludes? 

   Acosa con preguntas a Fernando y a los vecinos, pero sus respuestas no lo tranquilizan. Y aunque los vecinos no parecen alarmados  y Fernando repite que es sólo una posibilidad, Luis siente miedo. 

   Va de un lado para otro, piensa cosas disparatadas, hasta que se da por vencido: está desmoralizado, necesita ayuda… Y  busca a Mariana.

 

   Mariana está entregada apaciblemente a la incertidumbre.

   “Es notable..., las reacciones que tenemos los seres humanos” reflexiona. Después de una gran calma inicial, tuvo momentos de intranquilidad, de temores… Ahora experimenta lo que sucede con total aceptación. Al hablar Tomasito  de  los aludes, su calma no se alteró. Sabe que nada pueden  hacer contra las fuerzas de la naturaleza.  Algo mucho más poderoso que ellos tiene el control, el poder sobre sus vidas… Lo mejor es entregarse a lo que sucede y confiar en que todo saldrá bien.  Aunque…, sin olvidar el peligro...

    Y se pone a filosofar....

    En última instancia, incluso sin aludes ni aislamiento en una montaña durante un temporal inusual y larguísimo, nuestra existencia constantemente pende de un hilo, aunque somos inconscientes de ello la mayor parte del tiempo. 

   Estar en un cuerpo significa inseguridad: todo lo podemos perder de un segundo al otro, incluso la vida,  y tener eso en cuenta nos hace vivir de otra manera.

   Y de nuevo se pregunta: ¿por qué vine aquí? ¿Fue una decisión mía, realmente, o fui enviada aquí para vivir algo, aprender algo, comprender algo?

   Eso de que creamos nuestra realidad con nuestras elecciones: ¿hasta qué punto es cierto?

   Sin duda intervenimos en nuestra realidad, pero ¿cuánto es obra nuestra y cuánto de las circunstancias, de los demás, de infinitas determinaciones sobre las cuales no tenemos ningún poder? Si hay un terremoto o una guerra en el lugar donde vivo, ¿fue mi elección...; se me dio la posibilidad de no estar aquí cuando el terremoto ocurriera? 

   No cree que las cosas funcionen así, de un modo tan simple. Hay demasiadas enseñanzas circulando que le parecen superficiales, dudosas o simples quimeras. Nos envuelven en la ilusión del deseo y en la ilusión de que lograremos que se cumplan todos nuestros sueños. Nos hacen creer que somos omnipotentes y que todo es posible. Entonces, cuando fracasamos,  nos sentimos mal.

   Y Mariana razona: si bien es verdad que influimos en nuestra realidad  y que en parte la creamos, nuestra influencia está limitada por muchísimas otras influencias, y una dosis de sentido común es necesaria. Tenemos cierto poder sobre los hechos de nuestra vida,  y a veces nuestros sueños se realizan, pero no siempre funciona así. La realidad es mucho más compleja y vasta que nuestras ilusiones y deseos, mucho más misteriosa e inasible que lo que a nuestro pequeño ego le gustaría.

   De este modo reflexiona, cuando oye los inconfundibles golpecitos en la puerta, ligeros y  a la vez firmes…

   Asoma Luis: pálido, con la mirada extraviada. 

—¿Qué  hacemos?, esto de las avalanchas me preocupa mucho —le dice con voz débil. 

   Mariana suspira, lo invita a sentarse.  

 —Relájese Luis, no hay mucho que podamos hacer. Sólo esperar, o seguir el ejemplo de Clara: ella reza de la mañana a la noche, y rezar la reconforta. 

   Luis la mira con desaliento, hace un gesto de impotencia.

—Jamás lo hago, no podría, ni creo que me sirviera…

—¡Lástima..., es de gran ayuda! 

   Mariana lo comprende, pero insiste:

—Me dijo que un poco cree, aunque no es un asunto definido en usted… ¿Acaso no se considera cristiano?


   Él demora en responder...  No sabe cómo responder…

—No sé qué decirle… Soy cristiano y supongo que creo en Dios, pero porque me criaron así,  jamás me puse a pensar en todo eso. O sea: estoy seguro de que hay Algo más que estos pobres cuerpos nuestros de vida tan corta...,  pero jamás me pregunté por ese Algo más... Y nunca cuestioné lo que me habían enseñado, aunque mucho de lo que me enseñaron es menos creíble que las aventuras de Superman.

—Sí, hoy día muchos cristianos piensan que las enseñanzas de sus Iglesias se han vuelto anticuadas; que fueron buenas para la humanidad de hace dos mil años, pero que el ser humano de nuestra época necesita otras explicaciones, más en consonancia con la mentalidad de ahora. 

   Luis la mira… y la admira: ¡cuántas cosas sabe esta mujer! 

 —¿Y cree que hay vida en otros planetas?  —continúa ella.

—Ah, eso… Le va a parecer extraño, pero sí, un rotundo sí. Es más, me gustaría ver un ovni y a veces, cuando estoy de noche en el fondo de mi casa, miro al cielo para ver si descubro alguno. Pero nunca me pasó. Supongo que hay que pasarse horas mirando para arriba, o irse a algún lugar en las montañas… Bueno, a lo mejor un lugar como éste, lástima que con la lluvia... Nunca tengo tiempo, ¡cómo voy a tener tiempo para mirar el cielo!


   Quedan en silencio. Mariana se pregunta qué hacer, qué decir para aliviar su abatimiento.  Al cabo de un rato, él se levanta.

 —Voy a escribir una carta para mi familia. Si ocurre lo peor, quiero dejarles un mensaje. Y la voy a poner en algo que la proteja del barro y la humedad, quizás una caja de metal o plástico.  

—¡Qué buena idea, esa sí que es una buena idea!  —lo alienta Mariana—. Espere, no se vaya... 

   Y se pone a buscar entre sus cosas, hasta que encuentra la pequeña caja de metal donde guarda sus chucherías.

—Tome Luis, aquí tiene una cajita.

   Él sujeta la cajita…, la mira…, se lo agradece…

—También le voy a escribir una carta a usted —confiesa.

—¿A mí? —Mariana siente gran curiosidad—. A mí puede decirme lo que quiera…, ahora mismo.

—No sé si me atrevo.

   Ella intuye…

   Él se mueve, contempla el cielo raso, balbucea…

—Vamos, Luis, somos amigos…  Dígame…, lo que sea… 

—¿Y si se enoja?

—¿Enojarme?... No lo creo. Usted es una excelente persona, no creo que algo que diga pueda enojarme…

   Él respira hondo, quizás junta coraje…

—Usted me gusta mucho… Quiero decir…, como mujer…, aunque…, bueno, ya sabe, yo… 

 —¡Ay, Luis, mi querido amigo!

   Mariana junta las manos, inclina la cabeza, cierra los ojos…

—No estoy enojada, al contrario, estoy halagada, pero…

   Retrasa la respuesta: no quiere ofenderlo ni lastimarlo.

 —Luis…, ya sabe que no puede ser… Usted tiene una esposa, y estoy segura que la quiere mucho. Y yo soy una mujer a la antigua, no me meto en historias complicadas, que sólo me  traerían sufrimiento.

—Pero… ¿Yo le gusto?... Si fuera un hombre libre, ¿me diría que sí?

   ¿Qué responderle?... Vuelve a replegarse en sí misma,  con los ojos cerrados. ¿Le diría que sí?... No lo sabe… Él le resulta agradable, y aunque no tienen los mismos intereses,  su mente es abierta, flexible… Además es muy amable, muy buena persona. Quién sabe…,  a lo mejor  sí…,   a lo mejor no….

   Él la mira, expectante… Y Mariana comprende que lo importante, ahora, no es la sinceridad, sino ponerlo contento, decirle algo que le haga bien. 

   Y no vacila en esto.

—Sí Luis, usted me gusta, y si fuera libre, probablemente lo dejaría entrar en mi vida como algo más que un amigo. Pero no lo es, y el hecho de que a lo mejor mañana morimos no va a cambiar mi manera de sentir en este asunto. Sólo podemos ser amigos, pero me encanta que lo seamos y realmente lo aprecio.

   Él sonríe como un niño al que han hecho un precioso regalo:

—¡Gracias Mariana, yo también la aprecio!

   Y se va, diciendo que intentará escribir esas cartas para su familia.

   Mariana queda con una extraña sensación: una mezcla de satisfacción, melancolía, vagos anhelos. Sin duda le gustaría volver a tener un compañero, alguien para compartir la vida, para seguir creciendo juntos. Y eso a su edad no es fácil. 

   Sin embargo, su respuesta a Luis era la única posible. No es que él le desagrade, ¡y hace tanto que no está con un hombre!, pero no le gustan las aventuras, y menos aún con hombres casados. Le gustan los encuentros, enamorarse, descubrir una meta común y avanzar codo a codo. 

   “Y bueno…, quién sabe… Cuando vuelva a Buenos Aires, muchas cosas van a ser diferentes…. Y la vida,  a veces,  nos sorprende.”


   4.


   Fernando organizó todo lo necesario para el rescate de Betti.

   Los hijos de don Pancho dieron de comer y beber a los caballos, y luego Isabel les sirvió algo ligero en la cocina. 

    Después del mediodía partieron. Llevaban a Hércules, comida y bebida, equipo de primeros auxilios y ropa de abrigo para la fugitiva.

   Sabían por las huellas qué sendero había tomado. Y comenzaron por allí.

   Fernando cabalgaba con dificultad. No estaba acostumbrado a cabalgar, la montura le resultaba incómoda y además estaba muy nervioso: ¡quién sabe si la encontrarían, y cómo!

    Antonio iba al frente, despejando el sendero con su machete. De entrada le dijo a Fernando  que no podrían avanzar muy rápido con los caballos, por ese sendero tan angosto y embarrado, lleno de ramas y de maleza. 

   Tomasito se quejaba del camino que había elegido la mujer: era un sendero que raramente se usaba y en el cual era muy fácil perderse, porque en algunos tramos se unía con otros senderos. A veces lo seguían los que deseaban ir al otro lado del cerro sin pasar por las casas.

   Sin embargo,  todo fue más rápido que lo esperado:  a la hora de estar andando se toparon con Betti tirada sobre la tierra, ovillada sobre sí misma y aparentemente sin sentido. 

   Fernando intentó hacerla beber café, pero no pudo. Aunque ella balbuceaba, eran incoherencias,  no estaba del todo consciente. 

   La envolvieron en una manta y trataron de atarla sobre el caballo, pero no consiguieron que volviera en sí.  Y ponerla  acostada, como sugirió Fernando,  la exponía a  lastimarse.  Entonces Antonio, mozo fuerte y musculoso, se ofreció para llevarla. 

   Colocaron a Betti por delante de él y la ataron fuertemente, aunque igual tendría que sostenerla durante todo el camino.   

—A la señora se le cae el cuerpo  —decía Antonio riéndose, mientras sujetaba con una mano las riendas y con la otra a Betti, que a pesar de estar atada se bamboleaba hacia todos lados.  

   Fernando iba algo intranquilo, aunque también contento: ¡estaba viva!... Pero con una fuerte descompensación, era evidente. Y sería imposible conseguir un médico… Confiaba en el botiquín de Isabel: tenía antibióticos… Pero si no se recuperaba enseguida tendrían que ir a pedir el helicóptero, esta vez no quedaría otra… 


   5.


   Betti abre los ojos…  Levanta la cabeza… Se da cuenta que está sobre un caballo  y que alguien va detrás: un hombre de cuerpo vigoroso,  que la sostiene con firmeza.

   “¡Me encontraron, estoy salvada!”  La inunda un sentimiento de alegría, de gran alivio,  aunque se siente muy débil, con una fiebre tremenda y con dolores. 

   ¿Quién será el que la lleva así?... Haciendo un esfuerzo, gira apenas la cabeza y pregunta:

—¿Quién es usted?

   El que la lleva, le habla en la oreja:

—¿Cómo está señora?... La estamos llevando de vuelta a la hostería. 

   Y escucha que grita:

—¡Se despertó la señora!

   Enseguida  distingue un caballo marrón detenido, y encima de él a Fernando. 

—¿Cómo está,  Betti? —le pregunta. 

—No muy bien, pero estoy  —logra balbucear. 

    Fernando le dice que va sobre el caballo de Antonio, el hermano de Tomasito. El chico, a modo de presentación, adelanta su cabeza y la gira para que ella pueda verlo. Ve un rostro muy atractivo, aindiado, y una sonrisa de grandes dientes blancos. 

   Siguen andando… 

   Totalmente acomodada sobre el cuerpo de Antonio, distingue su brazo moreno, enérgico, rodeando su cintura. Y también percibe su fuerte sudor, pero no le molesta, casi le gusta: es olor a salvación.  

   Antonio le pregunta si va bien, si está cómoda. Le responde con un débil “sí”, mientras piensa que hace mucho que no siente algo tan agradable, tan protector, tan cálido. 

   Y desea que falte mucho para llegar: el abrazo del hombre le hace bien,  como si la estuviera sanando. 


   6.


   Cuando llegaron, Betti quedó bajo el cuidado de las mujeres, principalmente de Clara. 

   Le quitaron la ropa mojada, la limpiaron un poco de zarzas y barro, la metieron en la cama con una bolsa de agua caliente. 

   Isabel fue corriendo a prepararle un caldo liviano, y se lo hicieron tomar con el primer antibiótico. Era de amplio espectro y estaban seguras de que serviría. 

   Clara se instaló junto a la enferma. Le ponía paños húmedos en la frente, la arropaba, rezaba para que se recuperase pronto. Mariana también colaboraba, y hasta Verónica aparecía de tanto en tanto para preguntar si necesitaban algo. 

   Que encontraran a Betti con vida puso a todos de buen humor. 

   Isabel tuvo que cambiar el menú de la cena porque Tomasito y Antonio iban a quedarse hasta el día siguiente. Preparó tortilla de papas a la española y tarta de mermelada de ciruelas. Y puso en la mesa tres  botellas de vino patero. 

   La cena fue animada, estaban optimistas..., ¿por qué pensar en aludes? La radio continuaba alertando sobre su posibilidad y recomendaba prudencia, pero de hecho, no se habían producido otros desde la noche anterior, y esos  habían sido poco importantes y  en  otro lugar de la sierra.

   Lo único que les hacía recordar a los aludes eran las aberturas clausuradas, las cuales por otra parte aumentaban la sensación de encierro.

   Pero de aludes, nada… Y además, mañana intentarían colocar el puente, con ayuda de los vecinos.


   7.


   Betti estaba despierta, bajo el efecto del antibiótico y de la emoción, apoyada sobre varios almohadones. A su lado estaba Clara tejiendo. 

   Golpearon a la puerta y Clara se levantó para abrir. Era Antonio, el vecino: quería ver a la señora Betti y saber cómo seguía. 

—¡Hola!  —la saludó el chico—. ¿Cómo se siente? 

   Betti  reconoció  el rostro bruñido y la sonrisa seductora. Contestó que estaba mejor y que le agradecía la ayuda, y le preguntó si ya regresaba a su casa: seguro que su mujer y sus hijos lo estaban esperando. 

—¡Nada de eso,  soy solterito y sin apuro! —se rió Antonio.

   Betti pensó que todas las chicas de la región debían estar enamoradas de él… Y se sorprendió: jamás imaginó que le pudiera gustar un paisano con cara de indio, quien además podría ser su hijo.  Él le contó que se iba a quedar  un día más para ayudarlos: querían colocar el puente,  porque después  les iba a servir a todos los vecinos.

   Betti se estremeció: ¡se iba a quedar!... La hostería ya no era un lugar aburrido.


    8.


   Al concluir la cena, Fernando le pasa a Verónica un papelito: “Te encuentro en el galpón a la medianoche o cuando él se duerma, te voy a esperar.” 

   A Verónica el mensaje no la alegra, solamente la confunde...  Por un lado es una tentación... Y aparecen imágenes, recuerdos de la noche que pasaron juntos.... Pero a la vez se siente incómoda, perturbada, desorientada...  Es que en estos dos días,  su relación con Diego ha comenzado a cambiar.

   Estar con Fernando le gustó, aunque fue bastante raro. Diego estuvo presente todo  el tiempo, enlazado con lo que veía y sentía… El rostro de Diego, su cuerpo, su piel,  su olor,  mezclados con el rostro, el cuerpo, la piel, el olor de  Fernando. Y al volver a su habitación y meterse en la cama, Diego se había despertado. Él dijo que no había notado su ausencia y ella, que se había dormido sobre la alfombra. Conversaron un poco y después hicieron el amor. Fue muy extraño, porque en brazos de Diego y entregada al placer con él, quien aparecía en ráfagas breves, casi intrusas, era Fernando.

   La extrañeza continuó... 

   Y de a ratos es placentera: dos hombres apasionados por ella... Pero de a ratos es desagradable, aunque no sabe por qué. 

   Intentó comprenderlo, pero no lo consiguió, aunque hay en ella una difusa idea: ¡lo que pasó no está bien!

   ¿Desde cuándo esos sentimientos?… ¿Qué es lo que no está bien: estar saliendo con un hombre  y  tener sexo con otro?  Ella es una chica moderna, no tiene esos prejuicios, no se considera una depravada por haberlo hecho… Muchos lo hacen… Ella misma lo hizo un par de veces,  y no le pareció mal. 

    Ese “no está bien”  tiene que ver con otra cosa, pero esa otra cosa se le escapa. ¡Qué confusión!...  Desde que bajó a la cueva muchas cosas están cambiando... Y está intranquila... “Diego me quiere de verdad: la forma en que me trata, su delicadeza, su respeto, sus cuidados…  ¿Con quién deseo estar en realidad?”

   Y navega en este dilema, tentada y resistiendo a la vez, ofuscada y confundida...  

   Por suerte, a la medianoche el conflicto cesa… Llegó el momento de decidir: o va o se queda.  Y acostada junto a Diego, quien duerme profundamente, se da cuenta que no desea ir… No va a ir…  ¡Qué alivio, que ligereza!

   Y se acurruca junto a Diego, un chico buenísimo, que se desvive por ella. ¡Cuánta tibieza, qué bien se siente envuelta en sus brazos!... 

    No necesita a nadie más. 


   9. 


   Fernando toma mate en el galpón mientras espera a Verónica.

   Antes de la medianoche, al subir a su departamento, tuvo una terrible discusión con su mujer. Hubo una descarga mutua de acusaciones, recriminaciones, añejos rencores. Y la pelea fue tan feroz, que a Fernando le sirvió de excusa para no dormir junto a ella. 

—¡No quiero dormir con vos por varios días!  —le gritó.

—¡Mejor, yo también estoy enojada!  ―respondió Isabel. 

   Y ahora, espera a la chica con impaciencia. No podrán ir a la cabaña como el otro día (el agua ya rodea a las cuatro y sigue subiendo), de modo que ha preparado un pequeño rincón en el galpón, un rincón escondido, con unas frazadas limpias sobre el suelo. 

   Tiene muchos anhelos: un gran deseo  de verla, de besarla, de estar con ella.

   Pero llega la medianoche… y ella no aparece. 

   Y pasa media hora…, una hora… 

   Y ella sigue sin aparecer. 

   Después de una inquieta espera, después de interminables mates, Fernando comprende que ella no va a venir…  ¿Qué habrá pasado?...  Se amarga, su anhelo se vuelve doloroso… ¿Le habrá agarrado miedo, o Diego estaba despierto y no pudo irse?

   Decepcionado, mortificado, se tira sobre las frazadas... En vez de la noche apasionada que imaginó, se enfrenta a una amarga noche desolada, con las gotas repicando sobre el techo de zinc, con esa insoportable lluvia que no quiere parar...  Solo… Triste…  Abandonado.


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