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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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Peregrina en la India

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CAPÍTULO 10

 CAPÍTULO 10

                       

   

 Día décimo: domingo 

 Los hombres trabajan. Un nuevo mensaje profético. Más confesiones. El poder de la  Oración. Atracciones y pasiones.



   1.


    Fue un día óptimo para los hombres: era mejor agitar afuera, pese al mal tiempo, que estar quietos y enclaustrados dentro del edificio. La lluvia fue intermitente, lo cual les permitió trabajar con más comodidad y menos ropa.  Fernando, Diego y Tomasito usaron las hachas y  Luis los ayudó como pudo, sin esforzar a su cuerpo más allá de lo prudente. Tiraron abajo varios árboles, limpiaron los troncos de ramas y follaje, juntaron todo bajo un cobertizo que armaron en un rato (con ramas y una tela “media sombra” que Fernando tenía en el galpón) y empezaron a dilucidar los detalles técnicos: la unión de los troncos unos con otros, si alcanzarían los clavos y el alambre, si sería bastante fuerte la soga...

   Tomasito, quien trabajó más que nadie, propuso volver al día siguiente con más clavos, alambre y soga —en su casa había un montón— y todo lo que pudiera encontrar que sirviera para el puente. 

   En un momento en que nadie los escuchaba, Fernando le preguntó si no le parecía un disparate lo del puente. El chico se  encogió de hombros: 

—Y don Fernando, yo no sé, pero don Diego me dijo que es ingeniero, debe saber... Y quien le dice, después nos queda un puente a todos los vecinos, que mal no va a venir.  

   Fernando masculló que Diego sólo era ingeniero de sistemas, pero al vecinito no le importaban  esos detalles.

   Al atardecer estaban agotados pero contentos, y Tomasito decidió quedarse a dormir: era algo tarde para volver. 

—¿No van a preocuparse en tu casa si no regresás?  —le preguntó Isabel. 

—No, doña Isabel. Yo no les dije cuando volvía y mi padre me dijo que me quedara ayudándolos más días si hacía falta. Mañana apenas claree me voy  y a lo mejor mañana llueve menos.


   2.


   Para las mujeres, en cambio, fue un día difícil.   

   Betti tuvo un ataque de nervios, durante el curso de cocina, que Isabel había cambiado de horario: por la mañana, entre desayuno y  almuerzo. Había accedido a participar del curso para atenuar su aburrimiento, pero se estaba hartando. Además de no resultarle demasiado entretenido, la absoluta prohibición de fumar mientras estuviera en la cocina la sacaba de quicio… Ante una observación de Isabel se puso nerviosa y estalló, arrojando lo que preparaba al suelo, mientras insultaba a la dueña repetidamente. 

   Clara fue a buscar a Mariana y entre las dos intentaron calmarla, pero fue imposible. Betti continuó quejándose a los gritos, con amenazas y malas palabras que horrorizaron a Clara. Finalmente la persuadieron para ir a su habitación, donde se tomó dos de sus pastillas y se tranquilizó. Estuvieron con ella hasta que le vino sueño y se quedó dormida. 

   Por otra parte, Verónica volvió a canalizar, y fue un mensaje tremendo, que las dejó conmovidas, impresionadas, alteradas, incluso a Isabel. 

   Ocurrió durante el almuerzo…


   En el comedor estaban solamente Mariana, Clara, Verónica e Isabel. Betti seguía durmiendo y los hombres, para no perder tiempo, habían preferido comer en el galpón. 

   Conversaban, e Isabel intentaba convencer a Verónica y a Mariana para que se unieran al grupo de cocina, a lo cual ambas se rehusaban. Verónica porque no le gustaba cocinar y Mariana  por lo contrario: también era naturista y además buena cocinera. 

   Entonces…, Verónica empezó a temblar. 

   Tembló durante largos minutos, más que las otras veces, y la voz sonó más profunda, distante y amenazadora que nunca. 

   Durante los primeros minutos el mensaje fue terrible, apenas otra versión de los anteriores.


  

Se acerca el tiempo del caos,

de la expiación mediante el sufrimiento.


O evolucionas o perecerás…


Sé consciente de tus imperfecciones, 

de tus culpas, de tus ofensas.


O te transformas o perecerás...


Las aguas serán oscuras y tumultuosas,

y también oscuro el barro de los aludes.


O te transmutas o perecerás…

                                                      

                                       

   Después Verónica  se quedó inmóvil, con esos ojos que miraban sin ver muy abiertos… Y a continuación, surgieron de su boca palabras más esperanzadoras, aunque la amenaza de muerte era la misma. 

   Y decía, entre otras frases apocalípticas:



La tierra no será la misma, 

será una tierra distinta,

donde crecerá  un ser humano nuevo.


Los más puros subsistirán, 

para crear esa nueva humanidad,

para que germine la nueva tierra.


Si aspiras a estar entre ellos,

alíneate en sintonía con la Verdad,

en armonía con las Leyes Cósmicas.


O te transfiguras o perecerás…


   Al finalizar, quedó derrumbada sobre su asiento, en ese estado que todavía ignoraban si era de inconsciencia total o de sueño profundo…

 

   Las tres mujeres se miraron, estremecidas. Mariana y Clara hicieron con varias sillas un lecho de emergencia para Verónica y la acomodaron encima.

   Isabel, con la comida intacta en su plato, se levantó diciendo que necesitaba ir a su casa y se fue por la puerta vaivén. 

—¿No será que mi calma y optimismo son equivocados, no será que los temores de Luis, las medidas propuestas por Diego, apuntan más a la verdad que mi obstinación en ver todo bien?  —le preguntó Mariana a Clara.

   Clara no lo sabía. Para ella eran mensajes de Dios y ¿cómo comprender los designios de Dios?  Por supuesto, preferiría que todo terminase bien, pero si les había llegado la hora,  lo soportaría con entereza. Además, siempre pensaba que después de morir se iba a encontrar con su esposo, así que no temía a la muerte.

   Estuvieron intentando desentrañar el por qué de esas canalizaciones hasta que se despertó Verónica, quien como de costumbre no recordaba nada y además tenía un apetito feroz. La acompañaron hasta que terminó de almorzar y luego se fueron las tres a descansar. 


   3.  


   Mariana, sentada junto a la ventana de su dormitorio, mira el paisaje sombrío: los árboles parecen estar llorando. 

   Nuevamente  inquietud, pesadumbre, aprensiones… No cree que lo que viven vaya a concluir  dramáticamente, aunque inevitablemente se pregunta: ¿por qué no, acaso las desgracias sólo les ocurren a los demás?...  La vida pende de un hilo frágil: somos mortales… y terriblemente vulnerables. Estar en la tierra implica sufrimiento. Todos sufrimos y las desgracias son parte de la vida. 

   Las catástrofes naturales son una realidad: cada año hay terremotos, “tsunamis”, tornados, hasta volcanes en erupción, en algún lugar del planeta. ¿Por qué no aceptar que a ellos también les puede suceder?

   Pero si estuviera por morir, sentiría remordimientos. No por lo que hizo, sino por lo que no hizo. Tantas cosas que todavía quisiera hacer, tantas cosas que siempre deseó hacer y que siempre pospuso: el viaje a la India, formar parte de un coro (porque le gusta cantar), enseñar yoga... Y muchas otras cosas, algunas tan simples como comprarse una bicicleta y andar con ella los domingos por algún barrio tranquilo. 

   Es que no vivimos como si fuéramos a morir mañana, reflexiona. Si viviéramos de ese modo dejaríamos de posponer… Constantemente dejamos lo importante, lo verdaderamente importante, para más adelante,  para cuando las condiciones sean otras…  Casi todos hacemos eso,  hasta que se nos acaba la vida y ya no podemos, ya no hay tiempo para hacer nada. 

   Deja de mirar el paisaje: sus ojos se han nublado y el gusto salobre es casi agradable… ¡No!...  No es posible... Van a salir de la hostería… Se van a salvar… Aunque…, en realidad no lo sabe: solamente Dios lo sabe, como diría Clara. 

   Lo que sí sabe es que no va a seguir postergando: es hora de hacer todo lo que siempre quiso, porque la vida es corta, y cuando nos damos cuenta de que lo es, ya estamos yendo contra el reloj. 


   4. 


   Ha caído la noche. La lluvia continúa, pero una leve claridad permite a los árboles proyectar su sombra. Debe haber luna llena, invisible detrás del techo de nubes.

   Luis ha vuelto vigorizado por el ejercicio,  ilusionado con el puente y decidido a cruzarlo cuando esté listo. Se lava con agua fría (Isabel les ha pedido que economicen el agua caliente porque pueden quedarse sin garrafas), se cambia de ropa,  y va al saloncito a ver si encuentra alguien para charlar.  

   Y la encuentra a Mariana, quien está sentada  con un libro cerrado sobre su falda y una expresión intranquila… Mariana le resume la nueva canalización de Verónica, que ha sido muy impresionante. 

   Mientras la escucha, Luis se dedica a encender el fuego. Fernando le enseñó cómo hacerlo, y es algo que le gusta. Va y viene entre el rincón del hogar, contiguo al saloncito, y el  sillón de Mariana.  

—Se lo ve muy bien, Luis, muy activo y de buen humor.  

—Sí, por primera vez desde que empezó la tormenta…  Es que confío en el puente, ya que no podemos confiar en la naturaleza…  Además, creo que me hizo bien trabajar, no sirvo para estar sin hacer nada.

—Y, en lo único que todas las corrientes médicas coinciden es en que el ejercicio hace bien. 

—Pues eso parece —replica Luis, mientras sigue buscando tronquitos y ubicándolos dentro del hogar para avivar el fuego—.  Mire cómo será que ya ni me acuerdo del patatús.

—Bueno, eso no está mal...  

   Y Mariana le pregunta, otra vez, por su vida en Buenos Aires, por lo que estaba sucediendo cuando se enfermó.  Él vuelve a contarle que se hacía demasiada mala sangre y que corría todo el día. 

—Pero me gustaría que fuese distinto… Aunque todavía no sé muy bien lo que tendría que hacer… Ya lo charlamos ayer: para mantener una casa, una familia, hay que estar todo el día corriendo. 

—Es cierto… Yo también corro todo el día,  pero muchas veces me digo que hay otras formas de vivir… ¡Sé que hay otras formas de vivir… y alguna gente lo consigue!

—¿Y cómo hacen?...  Mire, yo sé que mi patatús es producto del estrés. Y estos días aquí  me la paso pensando en qué hacer para no estresarme cuando vuelva. Empecé a imaginar soluciones… Una sería vender la casa y mi parte del negocio, e irnos  a vivir con las chicas a un lugar más tranquilo, lejos de Buenos Aires.

—¿Qué clase de lugar…  y de qué va a vivir?

  Luis se toma un tiempo para responder…

—La visita del otro día al pueblo me resultó muy interesante. Es un pueblo mediano,  pero si tienen que comprar zapatos o telas tienen que ir a la ciudad, lo cual significa un viaje.

—Ya veo: se iría a vivir a un pueblo y continuaría teniendo un negocio, pero de zapatos  —se burla ella.

—Mire Mariana: fui comerciante toda la vida, no sabría cómo ganarme la vida de otro modo. Pero no es lo mismo un negocio en Buenos Aires, con empleados, un alquiler que le suben continuamente, impuestos terribles, etc., que un negocio al estilo de los de antes, en un lugar tranquilo, donde se puede cerrar para ir a comer a casa y dormirse una siesta, donde no hay que poner alarma ni pagar seguro contra robo, porque nadie va a venir a robar, porque en los pueblos todos se conocen.

—Es un buen proyecto Luis, ojalá pueda llevarlo a cabo —suspira Mariana—.  En cambio yo, no puedo irme de Buenos Aires. Mi hijo estudia… y mi madre es anciana y ya no se adaptaría a un lugar nuevo. Pero creo que es posible hacer una vida distinta, más tranquila, incluso en una gran ciudad. Para mí es posible… y de todas maneras, es casi seguro que no me quede más remedio. Están por jubilarme antes de tiempo por un tonto problema en la vista.

—¿Y qué va a hacer?,  porque con la jubilación...

—Sí, ya sé, con la jubilación no me va a alcanzar… Pensé en enseñar yoga.

—Con eso no creo que gane mucho.

—No, no lo creo, tendremos que achicarnos… Alguna vez leí acerca de la “simplicidad voluntaria”, una forma de vida que implica reducir las necesidades a lo verdaderamente importante, a lo indispensable…, renunciando  a lo superfluo. ¿Por qué una docena de pantalones, si alcanza con dos o tres?... 

   Mariana deja de hablar y se levanta. Se acerca a la ventana. Luis, acuclillado cerca del hogar, la observa… Y siente algo muy extraño: se da cuenta que ella le gusta… Le gusta mucho…  y no sólo como amiga. 

   Los vidrios reflejan el fuego y el rostro de Mariana, algo melancólico. Su cabeza, de cabello canoso y enmarañado, está apoyada sobre la ventana.  Obviamente, no es una mujer interesada en su apariencia.  Sin embargo, ella le gusta…

   No es que sea la primera vez, en sus veintidós años de casado, que experimenta  atracción  por una mujer distinta a la suya. Incluso le fue infiel, muchos años atrás y durante varios meses, con una empleada, a la que terminó despidiendo (con una bonita suma como indemnización), agobiado por la culpa, presionado por su cuñado que lo había descubierto todo, y sobre todo temeroso de que su vida se complicara, luego de una falsa alarma de embarazo en la chica.

   Pero esto que siente por Mariana es diferente. No es sexo, aunque también podría serlo. Es algo más profundo y a la vez tremendamente tranquilo. Conversar con ella lo ayuda a ver claro, lo ayuda a descubrir cosas: sobre él, sobre la vida, sobre cómo vivir la vida. En ella encuentra sabiduría… y esa sabiduría le hace bien.  Ella le hace bien, por eso le gusta tanto. 

   La ve alejándose de la ventana,  sentándose en el sofá que está frente al hogar. Y de pronto, experimenta un recatado y amoroso deseo de abrazarla. Aunque…, también la besaría…  ¡Qué tentación de tocarla, de estrecharla… y de dormir junto a ella en la cama grande y solitaria de su habitación!  

   Se siente audaz,  y como el fuego ya no necesita de su intervención, se acomoda a su lado, muy cerca… Ambos están callados y de un modo casi imperceptible, él va acercando su mano a la de ella,  inerte sobre el sofá… Siente su piel, el suave calor de su piel... “Ahora va a retirar la mano” piensa, pero ella no se mueve. Y permanecen un rato así, en silencio, unidos por unos milímetros de piel.

   Luis se pregunta cómo seguir. Quiere abrazarla, pero teme su rechazo. Y está vacilando, entre su impulso y su temor, cuando aparece Verónica. 

—¡Qué lindo fuego! —exclama, mientras se acomoda sobre la alfombra, muy cerca del hogar.

   Mariana le pregunta como está  y Verónica responde que estupendamente bien. Y Mariana murmura, cerca de la oreja de Luis: 

—Nos dice cosas tremendas y ella se siente bien... Bueno, no es ella, claro...

   Súbitamente, Mariana se levanta. 

—Me voy a mi cuarto, no voy a cenar, no tengo apetito.

   Mira a Luis con una expresión indefinible  y al pasar junto a Verónica acaricia levemente su cabeza. 

   Durante larguísimos minutos, Luis se pregunta si no tendría que ir a golpear a su puerta...  Pero no se atreve.

   Enseguida aparece Isabel y comienza a poner la mesa para la cena. Y él se olvida de sus intenciones: tiene un hambre voraz.


   5. 

    

   Mariana ha percibido algo en Luis: la forma en que la miraba cuando estaba junto a la ventana, el roce de su mano, cierta calidez nueva…  Sin embargo, no le ha suscitado nada,  ni atracción ni rechazo, apenas una leve sorpresa. 

   Al llegar a su cuarto, piensa en  hacer algo que mitigue su desazón. Tal vez asanas de yoga… O sentarse a meditar… 

   Pone una manta plegada sobre el suelo e intenta algunas posturas de hatha-yoga, pero su estado es tan inarmónico que no puede: su cuerpo se resiste a las asanas y su mente es un torbellino de ideas desagradables. ¿Será, también para ella, un ataque de los Hostiles? ¿O es la percepción de algo posible, de un peligro real que se niega a ver?  

   No logra  serenarse mediante sus prácticas habituales, es en vano… 

   Acerca el silloncito a la ventana. Hay una extraña claridad: se ven las siluetas sombrías de los cerros, las copas fantasmagóricas de los árboles y la lluvia cayendo, en rayos oblicuos casi imperceptibles… ¡Cuánta belleza!...  A pesar de la inquietud, de la pesadumbre, de la melancolía…

    Casi sin darse cuenta,  comienza a rezar, conecta con lo Divino.  Invoca a otras dimensiones de la  Realidad, a Energías más perfectas de la Totalidad,  en las cuales cree y sin las cuales su vida perdería el rumbo: sus Guías, sus Protectores…

   Y es tan sólo una fervorosa súplica, que repite y repite:

—Seres de Luz, Energías Divinas, por favor: ¡que todo termine bien!

   De a poco se recupera… Se tranquiliza… Y un dulce bienestar la inunda: serenidad, paz, absoluta confianza. 


    6.   


   Terminada la cena, Verónica y Diego van a la salita. Ella se ubica en su lugar favorito y él se pone a jugar al ajedrez con Luis.

   A Verónica la hechiza sentarse junto al hogar y mirar como se forman las figuras fugaces, los rostros y cuerpos de pura llama, los paisajes ardientes. 

   Por la tarde, luego de una larga siesta, había despertado sintiéndose muy bien, muy contenta. Y al anochecer Diego había regresado lleno de optimismo, casi eufórico, diciendo que el trabajo para armar el puente avanzaba y que por primera vez en todos esos días la había pasado realmente bien en Cerro de la Isla. Y que si no fuera por esa detestable lluvia y la amenaza de aludes y sus padres —tanto los de ella como los de él—, que seguramente estaban preocupados, y ellos sin poder comunicarse…, que si no fuera por todo eso, ya no desearía irse.

   Y junto al fuego Verónica piensa  —como todos los días— que está muy bien allí, a pesar de no recordar nada de lo que canaliza y del miedo que siente de a ratos debido a eso.

   Diego y Luis juegan en silencio, a la luz de las velas, hasta que deciden irse a dormir: mañana hay que levantarse temprano para seguir con el  puente. 

   Pero Verónica no quiere ir al dormitorio todavía: ¡es tan agradable allí, junto al fuego! 

—Me quedo un rato más, Diegui… Anda vos, voy mas tarde.

   Y se estira sobre la alfombra, donde de a poco, acunada por la tibieza de las llamas,  va quedándose dormida. 


   7.  


   Luis se había metido en la cama y estaba adormeciéndose (después de largos y minuciosos razonamientos respecto a ciertos detalles técnicos del puente), cuando recordó el fuego prendido... ¿Alguien lo habría apagado?... Fernando no había venido a cenar, y él ignoraba si era peligroso —o no— dejar el fuego prendido en un hogar, sin nadie para cuidarlo. Se alarmó y decidió levantarse para  inspeccionarlo. 

   Cuando llegó al comedor vio el fuego casi apagado y a Verónica, que dormía sobre la alfombra apenas vestida con una camiseta y un pantalón corto. “Se va a resfriar” pensó.

   Fue a su cuarto, escogió una frazada entre las que estaban dobladas en el arcón de madera, y volvió al comedor.

   Se quedó mirándola antes de taparla… ¿Por qué misterio de la vida se había convertido en médium?... Era tan impresionante lo que salía de su boca y ella, en cambio, era tan como cualquier otra chica de su edad, perdida en su mundo, despreocupada,  indiferente a lo que estaban viviendo… Se acordó de sus hijas y una ola de nostalgia, de congoja y temores lo envolvió.  

   Cubrió a Verónica con la frazada, muy suavemente para no despertarla. Y se fijó en los carbones encendidos, asegurándose de que no hubiera ningún peligro… Después, regresó a su habitación. 


    8. 


    Fernando, a pesar de haber trabajado tan frenéticamente como los demás, mantenía su escepticismo. No se hacía ilusiones con el puente: no podrían instalarlo bien, bajo esa lluvia y en esos terrenos, seguramente ablandados por el agua.  Lo único real para él era la lluvia que se perpetuaba, el agua que avanzaba hacia las cabañas y la invariable amenaza de aludes. 

   Al regresar, cuando anochecía, y después de una ducha veloz con agua apenas tibia, se tiró a descansar. Y se quedó dormido. Cuando despertó, no tuvo ganas de bajar para cenar con los huéspedes. Estuvo leyendo hasta que subió Isabel, y como no tenía sueño y le había venido hambre, bajó a la cocina. 

   Había una suave llovizna y un atenuado resplandor de luna llena.

   Mientras comía prendió la radio, que funcionaba a pilas. Los informativos no eran alentadores: estaban evacuando gente en muchos lugares, advertían a la población acerca de posibles avalanchas,  daban consejos para protegerse de ellas.

   Se sintió mal: ¿cómo nunca resolvieron lo del radiotransmisor? Eran unos inconscientes,  sus huéspedes tenían razón. Y él era tan culpable como Isabel, después de todo era el hombre. Tanta lectura esotérica, bajar a las cuevas, meditación y naturismo, pero una inconsciencia total…

   De pronto, se abrió la puerta vaivén y entró Verónica, con cara de recién despertada, el pelo revuelto, la ropa arrugada…  y más hermosa que nunca. 

   Sorprendido, se quedó mirándola…, pero enseguida la invitó a sentarse y le preguntó si le pasaba algo.

—No, estoy bien...  Me quedé dormida junto al fuego…  Tengo mucha sed.

   Fernando le ofreció agua con jugo de limón. Ella bebió un vaso tras otro.

—Me dijeron que hoy volviste a canalizar y que fue impresionante, me contaron todo.

 —¿Quién?...  Ah, claro, Isabel… ¿Y qué transmití esta vez?  

   Fernando empezó a contarle, pero su relato fue interrumpido por el llanto repentino y convulsivo de Verónica. 

—¡Eh, Verónica!... ¿Qué te pasa?... 

   Acercó su silla a la de ella y por algunos minutos la dejó llorar. Luego, sin saber cómo, se encontró envolviéndola con sus brazos, susurrando palabras de consuelo.

   Verónica se fue serenando.

—¿Por qué llorás? 

—Porque no entiendo esto que me pasa... Es todo tan raro... Y a veces tengo miedo, mucho miedo  —respondió ella,  más calmada  pero con lágrimas aun brotando.

   Fernando siguió abrazándola, acariciando su espalda, diciéndole que se tranquilizara, que todo estaba bien. 

   Súbitamente, sus bocas se buscaron… y se encontraron. 

   Estuvieron un largo rato besándose, hasta que Fernando pensó que Isabel podía despertarse y bajar. 

   Todo fue impulsivo en él, no hubo reflexión... 

   A la cabaña más cercana se llegaba saliendo por una puerta del costado, lejos del pasillo y de la cocina. 

—Vamos a otro lado  —dijo levantándose. 

   Agarró el farol con una mano y a Verónica con la otra, conduciéndola hasta esa puerta, que casi no se usaba. Después de forcejear para abrirla, salieron a un patio del costado y caminaron hacia la cabaña. 

   La lluvia era tenue y la noche embrujaba, con esa luminosidad de luna llena que mágicamente dibujaba encajes.  

   La cabaña estaba impecable, aunque Fernando percibió cierto olor a humedad. Cerró la puerta con llave y apagó el farol. La claridad lunar entraba plenamente a través de las ventanas: era una suave luz plateada, suficiente para ver y verse.   

   La besó,  la abrazó… La empujó dulcemente hacia la cama… Apenas un par de veces se le cruzó “estoy loco”,  mientras se desnudaban. 

   Y enlazado con ella por caricias vehementes, tuvo una última reflexión: “No me importa, mañana podríamos morir”. 

   Luego se sumergió en el goce de la pasión…  Y todos los pensamientos cesaron.


  9. 


   Isabel se despertó bien avanzada la noche, sudorosa, acalorada: ¡la insufrible menopausia!... Fernando no estaba a su lado… ¿Estaría en la cocina?... Quiso seguir durmiendo, pero no pudo. Prendió una vela, puesta en la mesita de noche junto a los fósforos. Abrió un libro de recetas e intentó leer un poco… Pero no logró concentrarse: algo indefinido la inquietaba.  

    Se puso una remera y un pantalón encima del camisón, y bajó.  Por suerte, en esos momentos la lluvia era suave. Entró en la cocina, pero allí no estaba. Entonces, una sospecha la asaltó: recordó haber visto a  Verónica —cuando fue a buscar un farol al comedor— durmiendo sobre la alfombra. Quizás estaba charlando con ella en la salita, sobre las profecías o alguno de esos temas. ¡Ahora iban a ver!... 

   No sentía celos. Muy segura de su relación con Fernando, de su ascendiente sobre él,  jamás tenía celos. Y Verónica, aunque no podía negar que era linda, le parecía una criatura tonta, poco interesante. Deseaba interrumpir su conversación simplemente porque él iba a dormir poco, y mañana tenía infinidad de cosas por hacer.

   No los encontró...

   Bueno, mejor así, falsas suposiciones… Sin duda, Fernando se había ido al galpón… No era algo nuevo que él pasara la noche en el galpón, pero se preocupó imaginando que habría salido sin abrigo, que se habría mojado… y a ver si todavía se resfriaba. Si tuvieran luz eléctrica la vería a lo lejos, pero ¿cómo ver,  a través del bosque y con lluvia, la luz de un pequeño farol? 

   Estuvo tentada de ir a buscarlo, pero enseguida cambió de idea. No quería empaparse: si se enfermaba uno de los dos, las cosas se pondrían complicadas.

   Volvió a su departamento y se metió en la cama. Pero tardó en dormirse… Seguro que estaba en el galpón… Se habría puesto a reparar algo, o a leer… Si al menos tantas lecturas le sirvieran para algo más que hablar con los huéspedes… Y después se habría tirado sobre uno de los colchones que guardaban allá, apenas tapado con alguna frazada vieja… 

   En fin, él era como era…  Y sin embargo,  lo amaba.

   



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