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La tapa de siempre

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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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Peregrina en la India

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CAPÍTULO 1

 CAPÍTULO 1

                               

Primer día: viernes  

Un bello lugar en un rincón escondido de las sierras de Córdoba: Cerro de la Isla, hostería naturista.  Fernando e Isabel. Llegada de las primeras turistas: Clara y  Betti.

                                                                                                                  

   1.  

      

   Fernando había estado ocupadísimo toda la semana. Dejar todo listo en la hostería significaba muchísimo trabajo para él e Isabel, aunque a veces venía para ayudarlos Paola, la hija de uno de los pobladores de la zona. Ya estaban en pleno verano y la crisis también los había golpeado a ellos: nadie hasta ahora… Pero una semana atrás, la última de enero, se había comunicado con su operadora turística en Buenos Aires y supo con gran alegría que les había conseguido algunas personas, tres mujeres y un hombre, los cuales viajarían a principios de febrero. 

   Cerro de la Isla  ni siquiera estaba en el mapa. Era una sierra más de las serranías, rodeada por dos brazos del río,  lo cual casi la convertía en isla, de ahí el nombre. Poquísimos habitantes, cuevas prehistóricas en un cerro cercano, un paisaje de ensueño... Para llegar había que seguir un camino secundario que salía de una ruta provincial poco importante y que se abría paso sinuosamente al borde de precipicios.

   Con Isabel, su mujer, habían comprado la finca —una antigua casona— a un precio irrisorio, y la habían convertido en el precioso hotelito que era a fuerza de mucho trabajo y mucho sacrificio. Pero nunca les había ido demasiado bien: estaban muy alejados, era una hostería naturista (no para todos),  y no habían hecho publicidad, por lo cual todos los años llegaban a una situación casi límite y ella tenía que pedir prestado a sus hermanos. Sólo se recuperaban después del verano, aunque siempre raspando y siempre con la angustia de no llegar al verano siguiente. Recién el último año, a partir de su asociación con una agencia de viajes de Buenos Aires, las cosas habían comenzado a cambiar, y habían tenido varias personas alojadas durante las vacaciones de invierno. Lamentablemente, todas las ganancias de ese mes se habían ido en inversiones urgentes y en deudas, y estaban como todos los años al límite. 

   Y ahora, encima, ¡la crisis! 

   Sin embargo, desde que hablaran por teléfono con la agencia, estaban contentísimos. ¡Cuatro personas! No es demasiado pero es algo, y la chica les había prometido conseguir más para la siguiente quincena. Así que estaban organizando todo con entusiasmo y alegría,  orgullosos de su pequeño hotel y de lo que iban a ofrecer a los huéspedes.

                                                                                                      

   2. 

                                              

   El minibus iba casi vacío. Clara levantó las piernas y las acomodó en  el asiento contiguo al suyo. Estaba cansada. A los setenta y dos el cuerpo ya no responde bien cuando una viaja, y habían sido muchas las emociones previas a la partida. La cena como despedida en casa de su hija, todos los nietos, la comida copiosa que le había caído pesada, el ajetreo del día siguiente, toda la noche en el ómnibus... Y como si fuera poco, la llegada con demora, perder el diferencial reservado, pasar dos horas más en la terminal de Córdoba... A su edad todo eso no es un chiste. Sus hijos le habían ofrecido viajar en avión, pero costaba mucho más y eligió el ómnibus.  ¡Muy agotador!, y ahora en la combi que daba saltos por esa ruta angosta…, aunque... lo que veía por la ventanilla era un resarcimiento, superaba todas sus expectativas. 

   Siempre le habían gustado las sierras de Córdoba: ¡tenía tantos recuerdos hermosos de ellas!…. De niña veraneos con sus padres, luego la luna de miel, y también cuando sus hijos eran pequeños. 

   Pero en esta zona de las sierras nunca había estado, y la propuesta le había gustado mucho: un hotel con algo de “spa”, baños de barro, masajes, paseos…

   Necesitaba unas vacaciones así, había sido duramente golpeada por la crisis. Todos los ahorros de su marido, el sacrificio de muchos años,  desaparecidos en pocos días. ¿Y quién tenía la culpa: el gobierno, los bancos?  No lograba entender lo sucedido, ni por qué había sucedido… Miles de dólares convertidos en pocas semanas en muchísimo menos y que, según decía la gente, cuando se los devolvieran iban a ser menos aun, ya no servirían para casi nada, como años antes, en los tiempos de la  hiperinflación.  Su hijo había conseguido retirar algo, pero no todo, y Clara había atravesado infinitas angustias. 

   Si no fuera por sus hijos, que estaban en buena posición, nunca hubiera podido permitirse estas vacaciones. Todo su dinero estaba en el Banco y ahora era muchísimo menos. Su pensión, si bien no era de las peores, tampoco era de privilegio, y lo único que le había permitido vivir cómodamente, luego de enviudar, había sido ese dinero en el Banco. Todos los excedentes salían de ahí desde que él muriera: las vacaciones, las enfermedades (como su operación de vesícula), los arreglos en la casa… Por supuesto que sus hijos, ante alguna eventualidad, podrían ayudarla, pero nunca quiso ser una carga para sus hijos y ahora no quedaría mas remedio. Depender de los hijos después de años de sacrificios, de años cuidando con su marido lo que gastaban para poder ahorrar…  ¡No era justo! 

   Este año ni soñaba con tener vacaciones, pero…  En la cena de Nochebuena hubo un sobre  para ella a los pies del arbolito.

  “Mamá, le dijo su hija entre abrazo y abrazo, te vamos a regalar las vacaciones y van a ser vacaciones con mimos. Dos semanas en las sierras de Córdoba, en un bonito hotel naturista (vi las fotos),  con masajes y baños de barro para tu reuma”.

   Lo primero que pensó, cuando su hija le dio la noticia, fue: ¡No estoy sola y Dios no me abandona!  Y además pensó que en la paz de la sierras iba a estar más en contacto con Dios, y que así a lo mejor se le iban la preocupación y la mala sangre. Clara tenía una profunda e inalterable fe, iba a misa todos los domingos, y le rezaba  a Jesús, a la Virgen y a ciertos Santos de su devoción todas las noches.

   Y ahora, embelesada por el paisaje que era más bello y grandioso a medida que avanzaban,  sentía una creciente alegría.


   El chófer detuvo el vehículo junto a una casa bastante sencilla y anunció que había una parada de quince minutos: podían bajar, beber y comer algo, usar los baños. 

   Clara descendió y entró al local. Vio unas pocas mesas y un mostrador no muy grande detrás del cual una mujer sonriente explicaba, a los pocos pasajeros, qué cosas tenía para ofrecerles.

   Se sentó, después de pedir un té y un alfajor, y enseguida se ubicó frente a ella otra de las pasajeras del diferencial, una señora rubia muy maquillada, vestida con elegancia. Traía con ella una tacita de café que se iba volcando en el platito. 

   La señora rubia se tomó el café en dos tragos  y  luego sacó de su bolso un paquete de cigarrillos.

—¿Le parece que me dejarán fumar aquí dentro?  —le preguntó.  

—No lo sé.

   La señora rubia prendió el cigarrillo y comenzó a dar una pitada tras otra... 

—Me moría de ganas, ¿le molesta?

   Clara pensó que un poco le molestaba, pero dijo que no con la cabeza. Entonces la señora le confesó que el viaje la estaba poniendo nerviosa: demasiados precipicios.

—¿Le dan miedo?  

—Y sí, un poco… El chófer va muy rápido.

—Sí, tiene razón, pero se debe conocer la ruta de memoria… ¿Usted adónde va?

—A un hotel con servicio de “spa”, no recuerdo el nombre. 

   Clara se sorprendió: así que iban al mismo lado. Pero no se lo dijo. No tenía ganas de conversar: estaba cansada. Su único deseo era llegar y recostarse un rato. 

   Terminó el té y se levantó para volver al coche. 


   3.    

                                                         

   Isabel y Paola estaban acomodando una de las habitaciones. 

—¡Esta mocosa, que lerda que es! —se quejó Isabel en voz casi inaudible. Paola siempre hacía las camas de las habitaciones de un modo tan lento que ella se impacientaba. 

—¿Ya viene gente hoy, doña Isabel?  

—Sí, ya te lo dije, dos señoras. Una es bastante mayor y la otra debe ser como yo. 

—¿Y qué cuartos les va a dar?

—Y…, este amarillo es para la mayor, es un color vivificante, y supongo que le van a gustar la colcha y la cortina floreadas, son de estilo antiguo. Para la otra todavía no sé. Según la chica de la agencia es una clienta muy exigente.

   Isabel pensó con orgullo en la decoración de las habitaciones: todo era creación suya y ninguna habitación era igual a otra. En cada una el color de las paredes y de la tapicería hacían juego, predominando algún color; y siempre trataba de acomodar a los huéspedes en cuartos que sintonizaran con ellos. Sabía, lo había estudiado, que el color tiene efectos sobre la gente: estimula, armoniza, calma. Y si no es el apropiado para esa persona ocurre todo lo contrario: puede irritar, molestar, deprimir.

   Después de alguna reflexión, decidió que a la señora exigente le daría la verde. Era  la habitación más  elegante, con algunos detalles de lujo, como las griferías del baño. 

   Estaba contenta. Habían llegado al borde de la quiebra, como todos los años, pero ahora todo comenzaría a funcionar mejor, a pesar de la crisis: esas eran sus esperanzas. ¿Cómo no habían pensado desde el principio en una agencia de viajes? Fue sugerencia de uno de sus hermanos; lástima que no se los hubiera aconsejado antes… Según la chica de la agencia, a la señora mayor le gustaría recibir “shiatzu” y baños de barro. A la otra no, ninguna actividad adicional, aunque… esperaba convencerla: serían ingresos extras. 


   4.


   Betti se paró junto al vehículo y encendió otro cigarrillo. 

   Llegó el conductor, la observó, y le preguntó con tono irónico si sabía cómo era el lugar adonde iba.   

—¿Qué quiere decirme?  —replicó algo molesta.

   El conductor era un morocho bastante joven, y la miraba con una sonrisa burlona. 

—Es una hostería naturista, no la van a dejar fumar. 

—Pero, ¿qué dice? En la agencia me aseguraron que es un “spa”, así que si no me dejan fumar me voy a otro lado.

   El hombre volvió a sonreír y le avisó que ya salían.

   Apagó el cigarrillo y subió al vehículo, bastante contrariada. ¿No se habría precipitado un poco al elegir este lugar? ¿Y si no le gustaba? El paisaje era atractivo, sin duda, pero esas declaraciones del conductor… A ver si se arrepentía… ¡Bah!, si no le gustaba se iría. 

   A diferencia de la mayoría de los argentinos, para Betti la crisis no había sido un problema. Con un puesto ejecutivo en el área de “marketing” de una empresa grande y sólida, un lujoso departamento de su propiedad en el barrio de Belgrano, un auto que cambiaba todos los años y muchos dólares  guardados en una caja de seguridad en el Banco (y con  las cajas de seguridad no se habían metido): ¡nada de crisis! Ningún  sobresalto, sólo las preocupaciones habituales de los últimos años: la menopausia, su cutis comenzando a secarse y  a caerse,  la ausencia de un marido o amante. Después de separarse del último, seis años atrás, ningún hombre importante había aparecido en su vida, excepto algún encuentro ocasional que nunca pasaba de eso. Se consolaba pensando que casi todas sus amigas separadas estaban en la misma situación, excepto las audaces, que elegían  hombres más jóvenes porque los de su edad ya no les hacían caso. Pero, como solía repetirse, mal de muchos consuelo de tontos, y la perspectiva de quedarse definitivamente sola le causaba terror. Gastaba sumas enormes en cosméticos y cosmetólogas, y estaba previendo una cirugía: sus ojos se achicaban, las arrugas en sus párpados aumentaban, y el mentón ya no era firme. Aparte de eso, su vida era cómoda,  estable  y exitosa a nivel profesional.

   Así que… ningún problema con la crisis..., hasta el día que su hija  le comunicó que el novio se iba a vivir a España y que se iría con él.  Debido a la crisis ya no había posibilidades para los jóvenes, por eso ellos se casarían y emigrarían. El novio de Lorena era un buen chico, de buena familia,  arquitecto recién recibido,  y Betti había estado conforme con el noviazgo. Pero… ¡llevársela!,  eso no lo hubiera imaginado ni esperado jamás. Lorena era su única hija (su marido no había querido más hijos y años después supo que ya estaba con la otra), y era lo más importante en su vida. Siempre estuvo dispuesta a cualquier sacrificio con tal de ver a Lorena feliz, pero ¿esto?... ¡No!,  no podría soportarlo. Al saberlo sintió que su vida se derrumbaba. Cualquier sacrificio, siempre lo había pensado, haría cualquier sacrificio por su hija, excepto vivir lejos de ella. 

   Pasó un enero terrible, con su psicóloga de vacaciones, e impedida de partir con sus amigas a Pinamar como casi todos los veranos: había que concluir una campaña publicitaria y apenas dispondría de un par de semanas libres en febrero. La campaña concluyó con ella nerviosa y agotada, y por eso su psicóloga —quien la asistía por teléfono— le había sugerido que no se marchara al mar sino a las montañas, a algún lugar tranquilo. 

   ¡Ya vería su psicóloga, mañana mismo la llamaría!… Fue ella incluso quien había recomendado esa agencia de viajes, donde hábilmente le habían vendido este hotel, ocultando que era naturista. ¿Qué le darían de comer en un hotel naturista?... ¿Sería cierto que objetarían el hecho de que fuma? 

   Encima, la elección del lugar, ¡tan sobre la fecha!, le impidió conseguir pasaje de avión en horarios normales: sólo había de noche, o sino esperar unos días.  Por eso se había  resignado al insoportable viaje en ómnibus, aunque durmió de un tirón gracias al somnífero. 

   Mientras pensaba en todas estas cosas, su nerviosismo y sus ganas de fumar aumentaron. Sacó un cigarrillo y lo puso en su boca sin encenderlo: tenerlo así la calmaba. 

   De pronto el vehículo se detuvo. Oyó la voz del conductor: “¡Los que van a Cerro de la Isla!”… Al costado del camino estaba detenido un todoterreno rojo, y a su lado un hombre  barbudo, con sombrero de paja.

   El hombre se sacó el sombrero y subió al vehículo. No le gustó su aspecto: el pelo demasiado largo, la barba desprolija… Parecía un “hippie”.

—Buenas tardes, soy Fernando, el dueño de la hostería. Vine a buscarlas porque el diferencial solamente llega hasta aquí. Las voy a ayudar con el equipaje.

   La señora de pelo blanco, que compartiera su mesa en el parador,  intentó sacar un bolso del portaequipajes. El dueño del hotel la auxilió y ambos descendieron. 

   Betti agarró su pequeño bolso y bajó detrás de ellos. Ya estaba sobre el suelo su  valija con ruedas. El dueño de la hostería estrechó su mano y la invitó a sentarse junto a la señora del parador.

   El todoterreno comenzó a traquetear por un camino angosto que subía junto a precipicios. Le parecieron de enorme altura y se puso nerviosa, aunque el paisaje   superaba todo lo visto hasta entonces. 

   Durante el trayecto,  el dueño les fue contando la historia de Cerro de la Isla, cómo era la hostería, la exquisita comida que preparaba su mujer, las actividades programadas que incluían paseos a sitios muy especiales, y los servicios adicionales, que esperaba  tuvieran en cuenta. 

   Finalmente el vehículo dejó los precipicios detrás, lo cual la tranquilizó un poco, y  avanzó por un valle ondulado junto a un río,  con algunas casitas por aquí y por allá. 

   La señora del pelo blanco no cesaba de exclamar que el paisaje era muy hermoso, y en algún momento Betti  preguntó si era cierto que no podría fumar, como le anticipara el conductor. El dueño carraspeó un poco y luego, mirándola por el espejo retrovisor: 

—Mire, nosotros somos naturistas, pero fuera del edificio puede fumar todo lo que quiera, aunque… la idea es que nuestros huéspedes se desintoxiquen y que…

   Betti no lo dejó terminar:

—¡No pienso dejar de fumar porque su hostería sea naturista!  

—Sí, entiendo, no se preocupe… Si quiere puedo darle una cabaña: allí podrá fumar incluso adentro, aunque va a costarle bastante más que una habitación. 

—No sé —respondió Betti, bastante contrariada por las novedades—. Cuando lleguemos y vea ambas opciones le contesto.


   5. 

                           

   Isabel estaba esperando a su marido y a las primeras visitantes sentada en una reposera. Fernando había pasado toda la mañana yendo y viniendo. Fue a buscarlas en el horario convenido, pero el minibus llegó sin ellas. Tuvo que ir al pueblo, hablar por teléfono a la agencia de Buenos Aires, y enterarse de que el ómnibus que las traía había llegado con excesiva demora (con la crisis todo estaba patas para arriba),  y que las habían ubicado en el siguiente diferencial. 

   Había sido una semana agotadora, pero valdría la pena el esfuerzo. Para mañana esperaban a otros dos: un señor y una señora, también de Buenos Aires. Le gustaban los turistas de allá, eran gastadores, y ella quería hacer una buena diferencia con las actividades adicionales: el “shiatzu” a cargo de Fernando, las clases de nutrición y cocina naturista, su especialidad, y los baños de barro de los que se ocupaban ambos.

   Además estaban las ventas de la pequeña tienda, la cual ya estaba colmada de productos creados por los artesanos de la región: joyas en plata y piedras, objetos de cerámica, ponchos, gorros y guantes tejidos a mano; y también muchos frascos de verduras en escabeche y de dulces, preparados por ella misma durante el  invierno. 

   Escuchó la bocina familiar y vio al todoterreno asomando por el camino principal. Se levantó y fue a recibir a las viajeras. 

   La señora mayor le agradó, con su cabello totalmente blanco, muy corto, y sus gestos tan amables. No hizo caso de la mano que Isabel le extendía. En vez de eso le dio un beso en la mejilla, diciendo:

 —Yo soy Clara… ¡Qué hermoso lugar!

   La otra era una rubia teñida. Se bajó con expresión desagradable, la saludó con un gesto huraño, y mientras Fernando sacaba los equipajes prendió un cigarrillo. Isabel no dijo nada pero pensó: “ésta va a ser difícil”.

   A continuación las invitó a entrar...

   La señora Clara elogió la decoración del salón de la entrada:

—¡Qué cálido, cuánta madera, qué buen gusto!

   Fernando aclaró que la decoración era obra de Isabel, y después le señaló a la rubia, a través de la ventana lateral, las cuatro preciosas cabañas de madera.

 —Esa es su otra posibilidad: ahí  puede fumar tranquila.

   La rubia miró por la ventana, y dijo que prefería una habitación. 

   Isabel y Fernando precedieron a las viajeras por el corredor. A la señora Clara le gustaba todo. Cuando le mostraron su dormitorio, el de tonos amarillos, le pareció lindísimo. Sólo preguntó a qué hora servían la merienda, pues tenía apetito, y entró en su habitación con expresión de alegría.

   La rubia, en cambio, puso cara de asco al ver el cuarto que le habían destinado, exclamando: “¡todo en verde!” Se asomó al baño y se quejó de que la ducha estaba demasiado cerca del inodoro, y finalmente dijo con voz autoritaria que tendrían que hacer una excepción y dejarla fumar en el dormitorio.

   Fernando  miró a Isabel antes de responder: fue una consulta muda.

—Está bien, fume dentro del dormitorio, pero por favor: abra de vez en cuando la ventana para que se ventile y el humo no quede dentro del edificio.

   La rubia les dedicó una sonrisa de triunfo, anunciando enseguida que ella únicamente tomaba café  y que suponía que a pesar del naturismo tendrían café, ya que no soportaba ni el té ni los yuyos.  

   Isabel asintió: 

—Tenemos de todo, y puedo hacerle un menú especial si no le gusta lo que yo preparo, aunque… espero que no quiera comer carne.

   La rubia histérica torció la boca y farfulló que aguantaría unos días sin carne. Después investigó el cuarto con la mirada y, de nuevo con voz autoritaria y expresión disgustada, exclamó que no veía el televisor. 

   Isabel, muy divertida aunque tratando que no se notara, le dijo que no podría ver televisión: 

—Intentamos que los que vengan a este lugar se desenchufen de las noticias, y más ahora que son todas malas, con los problemas que tenemos en el país, y con los continuos robos y asesinatos de siempre…  Pero si quiere puedo prestarle una radio. 

—¿Una radio?  —replicó la histérica con desdén—. ¡Jamás escucho radio!

   Fernando, mientras se alejaba, casi rugió que tenían un equipo de música y uno para ver películas, que él bajaba al pueblo casi todos los días y que en el pueblo se podían conseguir películas para todos los gustos. Finalmente, ya desde el comedor,  gritó: 

—¡También tenemos una biblioteca con buenos libros, espero que con todo eso pueda entretenerse!

   Después de oír a Fernando, la rubia no dijo más nada y cerró la puerta del dormitorio. 

   Isabel volvió a pensar que era una mujer desagradable y que les iba a dar mucho trabajo. 


   6.


   Dentro  del  galpón, Fernando intenta arrancar la moto sierra, sin conseguirlo. 

—¡De nuevo problemas con la moto sierra! —protesta, mirando al gran pastor Hércules tirado a sus pies. 

   Siempre demora en arrancar, sólo que ahora no tiene paciencia: demasiadas cosas por hacer y no hay leña cortada. “A los turistas les encanta un pequeño fuego en la chimenea al atardecer, aunque sea verano; las noches en Cerro de la Isla son frescas y el fuego tiene algo que embruja” piensa. 

   Finalmente lo consigue, y los pequeños troncos se van apilando en un rincón del galpón. Mientras los corta, programa una actividad para alguno de los próximos días. No va a permitir que se aburran: los va a llevar a las cuevas antes que ninguna otra cosa… Mañana vienen otros dos; el lunes ya es un buen momento para el primer paseo aventura. 

   Las cuevas también son su orgullo, como si le pertenecieran: ¡un verdadero lugar de poder!  Una de sus motivaciones —cuando decidieron comprar la casona en un sitio tan alejado, tan inaccesible— fueron las cuevas. En aquellos días, antes de la decisión,  había bajado a la cueva mayor, y  regresó hechizado (eso decía Isabel). Es un fanático de las cuevas y a cada turista que viene lo invita a descender, aunque no todos acceden.

   Cuando las personas van a las cuevas les pasan cosas, en todos hay alguna sacudida. Para él, quedarse un poco allí dentro es siempre movilizador, lo desbloquea. Invariablemente regresa distinto, con alguna vivencia interna o alguna percepción o más claridad acerca de su vida.

   Y la última vez... La última vez  fue una  experiencia muy esclarecedora. 

   Después de una terrible discusión con Isabel  —discuten mucho y casi siempre acerca del dinero—,  se fue a las cuevas y pasó una noche entera en la cueva mayor. 

   Resultó ser una noche muy intensa. Pasó toda la noche sentado, meditando…  Y al  amanecer estallaron muchas comprensiones. Entre otras, que su pareja ya no funcionaba, que ya no estaba enamorado de Isabel, que únicamente quedaba afecto y el hecho de vivir juntos y llevar juntos una hostería. Pero también comprendió que ese motivo era más fuerte que su enfriamiento amoroso y que le resultaba impensable destruir todo por no sentirse más enamorado.

   Al regresar, con el transcurso de los días, fue perdiendo esa lucidez. Pasó varias semanas deprimido, y al recuperarse pensó que podía ser una crisis pasajera, que tal vez volvería a enamorarse, y que no se  imaginaba viviendo sin Isabel. 

   “Pero la verdad es que hay cosas de ella que ya no soporto… A lo mejor sería bueno separarnos por algún tiempo” reflexiona, mientras los leños siguen apilándose en el rincón. Y fantasea con viajar a Rosario, su ciudad natal, y con quedarse ahí todo el invierno, en casa de sus padres, sin ella. Pero enseguida se da cuenta que no puede hacer eso: un hombre es necesario en la hostería también durante el invierno. 

   ¡Qué terrible: quiere y no quiere separarse!  Es que... ¿cómo hará para vivir sin ella? Él, tan torpe e inútil para las cuestiones materiales, y ella con tanta habilidad para resolverlas. Sin Isabel a su lado nunca se hubiera atrevido a comprar la casona, a refaccionarla, a construir las cabañas, y a llevar todo el asunto adelante. 

   Separarse cuando se tiene un emprendimiento en común del cual se vive no es fácil, así que está intentando mejorar la relación. Pero no consigue demasiado: sus sentimientos son lo que son y… ¿cómo cambiar lo que se siente?

   Mira la pila bastante alta de pequeños troncos y ramas: si pone algo más se va a venir  todo abajo.  Ríe, con alguna amargura: “como nuestra pareja,  cualquier día de éstos  se va a desmoronar…” 


   7.


   El día transcurrió apaciblemente para Clara: acomodó sus cosas, paseó por la hermosa y antigua finca, empezó a tejer medias para sus nietos. 

   Por la noche disfrutó de la cena: ¡nada le haría mal, era todo tan sano! Conversó animadamente con los dueños, hizo muchas preguntas acerca de la vida allí, de lo que hacían para no aburrirse (porque le parecía muy raro que hubiese gente que no mira televisión), de cómo pasaban el invierno, y de cómo era el pueblo, al cual Fernando prometió llevarla. 

   Lo único que le molestó fueron las actitudes de la otra veraneante, Betti, quien no paró de criticar todo y quejarse. Clara notó que los dueños de la hostería trataban de complacerla, pero no parecía fácil: nada le venía bien.

   Después de la cena se fue a su dormitorio y, como todas las noches,  se arrodilló junto a la cama, sobre un almohadón, y rezó todo un rosario. A veces le costaba levantarse después de sus oraciones: rígidas, entumecidas, las piernas y las rodillas, dolientes.  Podría orar sentada (eso le decía el cura de su parroquia),  pero siempre había rezado de rodillas, desde que era una niña, y el dolor no era un motivo para cambiar eso.  Mejor así, como si hiciera un pequeño sacrificio. No le parecía bien rezar cómodamente sentada, aunque después el reuma se hiciera sentir. 

   Al terminar sus oraciones se acostó, pero demoró en dormirse. Estaba contenta, quizás un poco excitada: desde su viudez sólo había veraneado en lugares para jubilados y este sitio era diferente.


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