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CAPÍTULO 2

 CAPÍTULO 2



Segundo día: sábado

La llegada de Luis y Mariana, sus historias.  El paseo al pueblo. El arribo de una pareja que se ha perdido. 

 

   1. 

           

   Durante el viaje en avión tuvo mareos, pero mucho peor hubiera sido en ómnibus: toda la noche en un asiento, con sus  efectos estresantes… Y él tenía que evitar el estrés… Bueno, eso decían los médicos. 

   En el aeropuerto de Córdoba, después de recoger su valija, divisó entre las numerosas personas que aguardaban a un hombre joven sosteniendo una pancarta. En la misma estaba su nombre, claramente escrito con grandes letras, y debajo del suyo un nombre de mujer.

   Se acercó, y señalándose a sí mismo señaló el cartel. El muchacho dijo que tenían que esperar unos minutos: había otra pasajera que viajaría con ellos. 

   Al rato salió,  por la puerta de desembarque, una señora muy despeinada,  quien al ver la pancarta levantó el brazo. El joven se acercó a ella y se ocupó de su valija. 

   A continuación, el joven les anunció que ambos iban al mismo lugar de las sierras, al mismo hotel, y que él los llevaría en su “remise” hasta la terminal de Córdoba. 

   Afuera, entre una hilera de automóviles, estaba el “remise”, de color verde manzana. Después de ubicarse en el asiento, la señora de pelo revuelto le destinó una agradable sonrisa y se presentó:

—Me llamo Mariana.

   Era una mujer de su edad, o tal vez un poco menos, de rostro amable y mirada tranquila.

—Yo soy Luis —le respondió, estrechándole la mano. 

   Luego se acomodó mejor y se dedicó a mirar por la ventanilla. Recién estaba amaneciendo... Cuando se alejaron del aeropuerto vio muchos campos cultivados, que se sucedían monótonamente,  y de tanto en tanto algunos “countries” poco poblados. 


   2.


   Para Mariana la crisis había sido un verdadero drama, y no porque tuviera mucho dinero en el Banco, sino por las consecuencias de la crisis en su realidad laboral.  Separada de su marido, vivía con su hijo adolescente y su madre anciana; y aunque el sueldo de una profesora de colegio secundario no es nada del otro mundo, hasta ahora les había alcanzado. Contaban también con la pequeña jubilación de su madre y la ayuda —no demasiado generosa— de su ex marido: no era mucho, sin embargo era suficiente. Pero ahora: ¡querían jubilarla diez años antes de tiempo!, con la excusa de un pequeño problema de salud que para nada entorpecía su labor docente. Trabajaba en escuelas privadas, y en todas era ya indudable que parte del alumnado emigraría a escuelas públicas. Tenían que reducir personal  y cualquier excusa servía. 

   Mariana estaba enojada, indignada y aterrorizada. Jubilarse a los cuarenta y nueve años sería nefasto, porque de ningún modo se las arreglarían si la jubilaban. Y estaba verdaderamente alarmada. Pero…, había venido a las sierras para relajarse, meditar, pensar en soluciones. Y el primer paso era parar la mente, olvidarse de las preocupaciones, disfrutar del presente... Así que dejó de pensar en la crisis, en el dinero, en la jubilación, y se puso a mirar por la ventanilla, como hacía su compañero de viaje. 

   Estaban llegando a la ciudad de Córdoba. En el auto, con aire acondicionado, no se notaba el calor, pero era indudable que afuera abrasaba, a pesar de que era muy temprano: vio muchísima gente con los rostros transpirados y caminando  apresuradamente.

—¡Vaya! —comentó—. Córdoba parece Buenos Aires: la misma locura de gente y de autos.

—¿Y qué imaginaba?... Las ciudades son todas iguales —respondió su compañero de viaje.

   Enseguida llegaron a la terminal de ómnibus, al lugar donde estaban los diferenciales. Y el conductor del “remise” les señaló el minibus, el que los llevaría a la zona de las sierras que era su destino.

 

   3. 


    Para Luis también había sido un año pésimo: los meses previos al corralito su negocio de electrodomésticos fue decayendo a ritmo acelerado. Peleó tanto como pudo, pero las cosas fueron cada vez peor, hasta que le vino el patatús. Prefería llamarlo patatús, le sonaba mejor que pre-infarto. Varios días internado y después, entre su familia y los médicos, intentaron alejarlo del negocio. Y como alejarlo del negocio había resultado  difícil (¡era su negocio!),  tramaron esto de mandarlo a las sierras por un par de semanas. 

   “Tendrías que dejar de pensar en los electrodomésticos, en la amenaza de quiebra, en los empleados y lo que les va a pasar… Para eso está mi hermano, ¿o no es tu socio?  En sus manos todo va a estar bien, o tan bien como se pueda… Vos trata de mejorarte, sos más importante para nosotras que todo el dinero y todos los negocios del mundo.”  le  decía su mujer, repetidamente, con las chicas haciendo coro.

   Al principio se negó: ¿vacaciones sin su mujer, sin sus hijas?  Pero entre todos lo habían convencido: el dinero no alcanzaba  para veranear con ellas y era imprescindible, decían, que se alejara de los problemas para recuperar la salud. Su médico había insistido: algún lugar tranquilo, lejos del ruido y de las noticias, con aire puro, comida sana, largas caminatas, y olvidarse por algunos días del negocio y de la crisis. 

   Había accedido porque de todas maneras quedarse en casa sin hacer nada era terriblemente aburrido. Lo único que hacía era pensar en su corazón, en su salud, y espiar algún descuido de ellas para escaparse e ir hasta el local, que estaba apenas a cuatro cuadras. Y claro, después se hacía mala sangre. Por eso había aceptado: quizás unas vacaciones le hicieran bien.

   Y fue su mujer quien encontró este hotelito naturista en las sierras... Entre ella y las chicas le organizaron el viaje: la reserva, la ropa en la valija, los pequeños detalles…, todo entre su mujer y las chicas.

   Sus dos chiquitas… Todavía las llamaba así, aunque la mayor estaba por cumplir diecisiete… Solamente unas horas desde la partida y ya las extrañaba… ¿Cómo podía ser que las extrañara así,  recién empezadas sus vacaciones? 

   Con un suspiro, volvió a mirar por la ventanilla:  ya estaban dejando la ciudad de Córdoba.  

 

   4.


   Mariana intentaba leer el periódico (casi imposible debido a los movimientos del  vehículo), pero se esforzaba porque era un periódico cordobés y estaba muy interesada en saber cómo se vivía la crisis en Córdoba: una profesora de historia tiene que estar informada.

   Su compañero de viaje le pidió una parte del diario: 

—Mejor si me presta la página de cultura y deportes, porque tengo prohibido leer las noticias, sobre todo las de economía y política.

   Lo miró con curiosidad. Estaban sentados en asientos contiguos, los reservados para ellos, y lo que veía era un hombre de su edad, tal vez un poco más, con cara redonda de nene bueno, pero algo demacrado. 

—¿Prohibido, por qué? Disculpe que le pregunte.

—Es que ando con problemas cardíacos y según el médico las noticias me pueden hacer mal.

 —¿A quién no? —comentó Mariana riéndose—. Pero..., cuénteme qué le pasa. Si vamos a compartir algunos días en el mismo hotel, mejor que nos vayamos conociendo.

   Escuchó las desventuras del pobre hombre con su negocio, sus problemas de salud, y el cómo y por qué de estas vacaciones obligadas, sin la familia. 

   Él contestó todas sus preguntas, y cuando Mariana dejó de hacerlas, se  quedó callado. 

   Iban por una ruta poco transitada, al borde de campos verdes, y ya asomaban, en todo su esplendor,  las primeras serranías. 

—Creo que vamos al lugar ideal para usted —afirmó Mariana—. Está lejos de todo y especialmente ideado para que uno se armonice. Allí vamos a olvidarnos de la crisis… 

 

   5.


   Isabel aguardaba, sentada en la reposera y con su gata negra en el regazo. Fernando había ido hasta el cruce a buscar a los nuevos huéspedes. 

   Ya estaban listas las habitaciones: la de color lila para la señora,  y para el  hombre  la de tonos  anaranjados, la única con puerta al jardín. 

   Los vio bajando del todoterreno, y pensó que la elección de los cuartos había sido acertada. El hombre parecía estar muy cansado: naranja era un color apropiado. 

   Fue a recibirlos. Ambos le cayeron bien, sobre todo la señora: simpática y amable,  nada que ver con la empresaria fumadora.

   Después de mostrarles los espacios comunes (el salón de la entrada, el comedor, la salita), les preguntó si necesitaban una dieta especial. No era una pregunta habitual, sus huéspedes solían simpatizar con el naturismo. Pero desde la asociación con la agencia venía toda clase de gente, y el aspecto enfermo del hombre le sugirió tener eso en cuenta. 

   La señora respondió que todo estaría bien: ella también era naturista. El señor le contó que había tenido un pre-infarto y que sus médicos habían indicado comida sin sal y con poca grasa, pero enseguida aclaró que no quería ser un trastorno.

   Con su mejor sonrisa, Isabel le aseguró que todo lo que preparaba era muy sano;  que casi no usaba elementos grasos y ¡jamás fritos!; que los aceites eran naturales, de primera calidad; y en cuanto a la sal podría resolverlo reservando porciones sin condimentar para él. Casi le gustaba que alguien necesitara una dieta en particular: la cocina era su especialidad y en pocos lugares de las sierras había menús tan sanos y preparados con tanto amor como los de ella.

   Luego los acompañó a sus habitaciones, precedida por Fernando con las valijas. El señor enfermo sólo preguntó si el agua salía caliente a cualquier hora y entró en su cuarto dando las gracias. A la señora le gustaron mucho los colores, los delicados tonos lilas y violetas. ¡Es uno de mis colores preferidos!  declaró. 

   Isabel se fue a la cocina, exultante. Exceptuando a la empresaria histérica, los demás huéspedes eran personas agradables y parecía gustarles la hostería. Estaba casi segura que todos querrían alguna actividad adicional y que comprarían muchos regalos en su pequeña tienda antes de partir. 

   Al entrar en la cocina encontró a Paola lavando los platos y las cacerolas de la cena. Casi la abrazó.

—¡Ay, Paola, estoy contentísima, creo que a partir de ahora nos va a empezar a ir bien, con crisis y todo.

   Su empleada le respondió con excesivo desparpajo.

—¡Qué bueno doña Isabel, entonces va a poder pagarme más! 

   Lamentó haber hecho ese comentario: todavía no estaba en condiciones de dar aumentos. 

—No te quejés —le dijo con fastidio—. Ya sabemos que casi no hay trabajo en la región, para un buen sueldo hay que irse a la ciudad, aunque ahora con la crisis tampoco vas a conseguir nada bueno allí.

   La chica no replicó, apenas masculló algo por lo bajo. Entonces le ordenó que terminara rápidamente con los platos y se fuera a limpiar el comedor. Tenía que preparar el almuerzo y  prefería cocinar sin Paola dando vueltas por ahí, charlando y distrayéndola. Le gustaba preparar sus especialidades con gran concentración.


   6.


    Luis se desplomó sobre la cama: necesitaba descansar. El dormitorio era cómodo y elegante, con muebles de madera de algarrobo y una puerta vidriada que daba a un jardín con plantas: algunos rosales y unas enredaderas de flores amarillas.

    Miró hacia todos lados en busca del televisor y comprobó, con una mezcla de alivio y decepción, que no había ninguno. “Está lindo, pero me voy a aburrir…” pensó.

   Al cabo de un rato decidió levantarse y salir a indagar. Caminó por el pasillo hasta el comedor, el cual era una continuación del salón de la entrada. El conjunto resultaba en un ambiente amplio, con vigas de madera en el techo, sillas y sillones recubiertos de tela florida, y varios ventanales por los cuales asomaba el paisaje: pequeñas lomas, árboles frondosos  y las altas cumbres detrás.

   Se acomodó en un sillón mullido junto a una ventana, esperando que viniera alguien.   Al fin apareció una chica muy joven, con un escobillón en la mano. 

—Disculpe...

—Me llamo Paola —dijo la chica, muy sonriente. 

—¿Hay alguna posibilidad de que me pongan un televisor en la pieza?

   La chica puso cara de pena. 

—¡Ay, pobre!, aquí no se puede ver televisión.

—¿No se puede ver televisión?  —preguntó asombrado.

—No, el cable aquí no llega. Se podría poner una de esas antenas especiales que hay ahora ¿vio?, en mi casa la van a poner, y también están los canales de aire, pero los señores no quieren que haya televisión en la hostería. Es naturista, ¿vio?

   La chica dijo esto casi lamentándose: seguro que para ella era un poco absurdo que no se pudiera ver la tele, y Luis volvió a sentir desencanto y satisfacción a la vez. Sin duda, su mujer se había informado muy bien: era el lugar perfecto para que él no se estresara, pero ¡cómo iba a aburrirse! 

   Paola se fue por el pasillo y regresó  a los pocos minutos:

—¿A usted le gustan las películas? —inquirió—. Porque si le gustan las películas, eso sí puede ver.

   Y señalándole una bonita arcada al final del comedor:  

—Allí está la salita,  donde están todas las cosas para divertirse.

   Luis se levantó y atravesó el comedor. La arcada estaba cerca de un amplio hogar y daba a una sala pequeña y acogedora,  con  sillones y sillas de alegres tapizados,  y un par de ventanas que daban a un bosque. Sobre una mesita había un televisor, probablemente el único de la hostería.

   Estuvo curioseando largo rato. Descubrió un equipo de música, un proyector de videos, y en las estanterías: una colección de discos y casetes con música para todos los gustos, videos  y una bien surtida biblioteca.  

   Luis no solía leer —excepto diarios y revistas de actualidad, o de economía y negocios—, pero sí ver películas. Revisó todas minuciosamente y encontró varias de “cowboys”, sus preferidas.  

   Se alegró: ya tenía con qué entretenerse. Y estaba intentando poner un video que había elegido,  cuando apareció el dueño de la hostería.

 —Mejor lo deja para después del almuerzo, ya está la mesa servida.


   7.


   Poco después de haber llegado,  Mariana fue invitada por Fernando a conocer el lugar. Era un sitio de gran belleza: muchos árboles y plantas, con diferentes tonos de verde y  flores multicolores;  un horizonte de altas cumbres;  y un río que lo rodeaba por todos lados, haciendo que pareciera una isla. El nombre se ajustaba al paisaje, Cerro de la Isla, y la blanca casa de aspecto colonial era soberbia, con su corredor de antiguas baldosas rojas y el magnífico parque. 

   En el parque había una fuente, bastante antigua, y en la fuente un angelito vertiendo agua con un cántaro. Vio rosas amarillas, sonrosadas, purpúreas; enredaderas y arbustos de diferentes tamaños. Y también, un poco más lejos,  parras e higueras. 

   Cerca de las cuatro cabañas, todas iguales y de madera rojiza, había una vertiente de agua pura. 

—De aquí sacamos el agua que bebemos, es agua purísima —le explicó Fernando, con evidente satisfacción.

   Después hicieron una visita a Isabel, quien ya estaba preparando el almuerzo. Mariana admiró la cocina: grande, pulcra, luminosa, con numerosos cacharros de barro y cerámica, y un sinfín de cacerolas, algunas  de cobre.    

   Concluido el recorrido, regresó a su habitación para ordenar sus cosas. Vació la pequeña valija y distribuyó la ropa en el  antiguo ropero de madera  oscura. 

    Pero continuamente dejaba de acomodar para asomarse por la ventana: el paisaje la magnetizaba. Inspiraba profundamente el aire puro y fresco, de aromas mezclados, y sentía contento. Estaba totalmente allí, disfrutando… Se había olvidado por completo de sus problemas.  

    En algún momento golpearon a la puerta y una voz femenina,  juvenil,  le anunció que en media hora servirían el almuerzo y que estuviera atenta al sonido de la campanilla. 

   Se apresuró: quería darse una ducha y cambiarse. 

   El baño era tan primoroso como todo lo demás: limpísimo y oloroso a pino. 

   Después de una placentera ducha, se vistió con ropa cómoda y fue al comedor.


   El comedor tenía pocas mesas, todas grandes, y  confortables sillas tapizadas. Y los grandes ventanales convertían al paisaje en una presencia que encandilaba.

   Ya estaban, alrededor de una mesa, su compañero de viaje y dos señoras. La mayor, de mejillas sonrosadas, la saludó muy amablemente con un beso y la invitó a sentarse a su lado. La otra no encajaba muy bien en ese ambiente. Muy maquillada, nerviosa, arrogante,  todo en ella expresaba insatisfacción y desdén.

   Conversaron un poco, comentando la belleza del lugar, hasta que vinieron los anfitriones. 

—Nuestra costumbre —explicó Isabel—, es comer con nuestros huéspedes… ¿Quieren saber el menú de hoy?

   A Mariana le encantó: ensaladas, empanadas vegetarianas,  tarta de espinaca y queso. 

   La señora mayor, Clara, estuvo sonriente durante todo el almuerzo y alabó cada plato que le sirvieron. Por lo general no comía ese tipo de comida, pero todo era muy sano y además estaba delicioso, decía una y otra vez.  La rubia maquillada, Betti, estuvo casi muda y con cara de amargada durante todo el almuerzo, y comió muy poco. 

   Fernando aclaró que para ese día no había ninguna actividad programada:

—Pueden pasear por los jardines, o ir hasta el río. Es muy cerca, después les muestro el camino... O pueden seleccionar alguna actividad adicional. 

—Las cuales se pagan aparte…  —añadió Isabel. 

   La señora Clara, mientras saboreaba el postre, una crema deliciosa de algarroba,  comentó que ya había recibido una primera sesión de “shiatzu”, el cual era muy placentero: una se sentía mejor, como si se le hubiese aflojado todo. Luis pidió que le contaran acerca de esas actividades adicionales y dijo que tal vez se animaría con el “shiatzu” y con los baños de barro. 


   8.


   Betti dejó de escuchar las explicaciones de los dueños. Estaba muy arrepentida de haber venido: éste no era un lugar para ella y la culpa era de su psicóloga, quien le había recomendado esa agencia de turismo en la cual le aseguraron que Cerro de la Isla era un “spa” y que ofrecían tratamientos de belleza. ¡Tratamientos de belleza!... A lo mejor para los de la agencia el “shiatzu” era un tratamiento de belleza. Se tendría que haber ido a Pinamar, como todos los veranos, ¡con lo que le gustaba el mar!... Este sitio no le agradaba, la comida era insípida, no había nada para hacer ni nadie para conversar… ¿Con quién iba a conversar?... ¿Con la profesora, de pelo canoso y ropa  hindú? ¿Qué podía tener en común con ella? ¿O con el comerciante de los electrodomésticos,  que sólo hablaba de su salud y de la crisis?  ¿O con la viejecita viuda y jubilada? 

    ¡No voy a resistir dos semanas aquí,  mañana me voy! pensaba, mientras intentaba comer un poco, aunque nada le gustaba. Sentía fastidio, enojo, incomodidad… 

—Tengo que hablar por teléfono a Buenos Aires, ¿dónde está el teléfono?  —preguntó cuando estaban por el postre, lo único que pudo comer con placer. 

   Los dueños se miraron y fue ella la que respondió:

—No tenemos teléfono, en todos estos años no pudimos conseguir que la compañía  nos lo instale…Y no solamente nos ocurre a nosotros: también a los pocos vecinos cercanos.

   Los demás recibieron con el mismo asombro que ella esa noticia: iban a tener que llamar a sus familiares en algún momento, quizás hoy mismo, ¿cómo harían? 

   El dueño les ofreció  llevarlos por la tarde al pueblo:  había cabinas telefónicas y de paso lo conocían. Era un simpático pueblo serrano, y podrían elegir o encargar películas,  hacer compras si necesitaban algo, etc., etc.  

   Betti tenía celular: ¿llegaba la señal a la hostería?  

   No, tampoco había señal allí, contestó la dueña. Pero si cruzaban el vado encontrarían una bifurcación  del camino que llevaba a una capilla (por otra parte, un hermoso paseo),  y en la capilla solía haber señal. 

—¿Suele haber señal? —preguntó Betti indignada—. O sea, ¿no siempre?

   El comerciante se unió a ella en el reclamo: él también tenía celular. 

 —Lamentablemente no, no es algo seguro, aunque casi siempre hay. 

   Betti sintió furia. Un lugar sin televisores, sin teléfono, sin señal para el celular… Tampoco había piscina, ¿cómo era posible un “spa” sin piscina?... Y eso de bañarse en el  río…  A ella no le gustaba bañarse en un río, sólo le gustaba el mar, o las piscinas...  Lo único bueno es que bajaría los dos kilitos de más que tenía...

   Se iría mañana mismo… Hoy en el pueblo llamaría a su amiga de Pinamar y si ella la invitaba —lo cual era casi seguro—, viajaría hasta Córdoba. Desde allí intentaría una combinación de aviones o de ómnibus. 

   Sin embargo, había en ella cierta apatía: acababa de llegar, su habitación (a pesar de la ducha mal ubicada) no era fea, estaba cansada y de mal humor… ¡Quién sabe si tendría  ganas de viajar nuevamente mañana! 


   9. 


   Por la tarde, Fernando les recordó que bajaba al pueblo y que en su todoterreno había lugar para todos. 

   Nadie se rehusó al paseo. Y el pueblo les gustó. Se trataba de un pueblo pequeño, con algunos negocios, pocas calles asfaltadas  y casas bastante antiguas que se repartían en algunas manzanas.

   Fernando les mostró lo más importante: la pequeña iglesia del siglo XIX,  las oficinas del correo y de la municipalidad (en una casa antigua recientemente pintada),  y los pocos comercios y bares. Casi todo estaba alrededor de la plaza, llena de árboles y muy  cuidada, y también había algunos locales  en las calles adyacentes.

   En el almacén más grande, de ramos generales, había tres cabinas telefónicas, un “videoclub”  y mercadería de muchas clases. 

   Todos llamaron a sus familiares, y eso los dejó más tranquilos. 

   Luego se dedicaron a comprar… Mariana y Clara: sombreros de paja para el sol; Luis: unas pantuflas (su mujer había olvidado ponerlas); Betti: medicamentos en la pequeña farmacia. Fue la única en quejarse, y varias veces, porque no pudo conseguir  cigarrillos de su marca. En un kiosco le aseguraron que si los encargaba se los traerían en algunos días, pero ella no quiso.

   También  eligieron películas en el “videoclub”,  y después se sentaron a beber algo fresco en uno de los bares. 

—¡Qué lindos son estos pueblecitos de provincia, es como volver al pasado! —  exclamó Mariana, visiblemente encantada.

—Nunca pensé que existieran pueblos como éste  —se asombró Luis. 

—¡Uh!, está llenos de pueblos así en nuestro país, se ve que usted no viaja —explicó Fernando,  mientras bebía  cerveza y  comía maníes. 

—Deben vivir tranquilos, ¿aquí no hay robos, no?  —preguntó Luis, quien compartía la cerveza, aunque confesó que el médico se lo había prohibido.

—De eso puede estar seguro, todo el mundo se conoce.

—¡Y qué apacible! Nadie camina apurado, la gente se saluda al cruzarse —comentó Mariana,  tomando de a pequeños sorbos un  agua mineral.

—Y miren a esos niños pequeños cruzando solos la calle… —agregó Clara, quien ya iba por el segundo alfajor.

—¿La gente no cierra sus autos con llave al estacionarlos? —preguntó Luis con extrañeza.

—Por lo general, no —respondió Fernando, muy divertido ante el asombro de sus huéspedes.

 —Pero no hay cigarrillos de mi marca —declaró Betti, mientras se tomaba un aperitivo con alcohol.

—Mejor, así fuma menos  —le dijo Mariana riéndose.


10.


   Al regresar del paseo, cuando ya estaba anocheciendo, Fernando fue al galpón para cortar más leña. Se anunciaban lluvias, es probable que refrescara, y entonces prender el hogar no sería solamente un placer sino también una necesidad y tendría que encenderlo desde más temprano. 

   Estaba comenzando a trabajar cuando creyó escuchar la campana. Detuvo la moto sierra y prestó atención… Esta vez oyó claramente la campana, la que estaba junto al portón de la entrada. 

   Se dirigió hacia allí y vio un “golf” azul oscuro estacionado, un hombre y una chica. Sobre todo vio a la chica… Ya de lejos le pareció hermosa y a medida que se acercaba a ellos esa impresión se reafirmó. Tenía el estilo de las modelos: un cuerpo delgado y sinuoso, largo cabello negro  y rasgos de muñeca. 

—Estamos perdidos  —dijo el hombre cuando llegó  junto a ellos. 

   También era joven, con evidente acento cordobés  y aun más evidente expresión de fastidio.

 —Hay pocos carteles indicadores en el camino…  

 —Es verdad  —reconoció Fernando.

   La chica le dijo que estaban yendo para otro lado, pero como se perdieron y se habían cansado de dar vueltas, y ya era tarde y eso era una hostería, estaban pensando en quedarse:

—¿Hay lugar?  —preguntó con mirada seductora. 

   Por supuesto que había, y les ofreció una cabaña, la más alejada de todas, suponiendo que deseaban intimidad.

 

     La cabaña estaba equipada con todo lo necesario para cocinar.  La chica revisó lo que había y después le explicó, con voz susurrante y destellos dorados en sus ojos castaños, que traían poca comida: para hoy les alcanzaría pero no para el día siguiente, ¿daban de comer en la hostería?

—Sí, pero es comida naturista y no sé si ustedes...

—Por mí no hay problema…  ¿Y vos?  —le preguntó la chica a su acompañante.

   “Hace poco que se conocen” pensó Fernando. 

    El muchacho hizo un gesto ambiguo y comentó que no tenía importancia: su idea era marcharse por la mañana. 

   La chica lo miró con desaprobación y dijo que le encantaba el lugar, que el paisaje era increíble  y que al menos se quedarían un día. 

   Entonces el chico, con voz resignada, preguntó si servían huevos y papas fritas.

   A Fernando le costó imaginar a Isabel cocinando papas fritas, pero los tiempos no estaban para remilgos. 

—Sí, claro, podemos hacer comidas de ese tipo, siempre que no sean con carne.  

   Mientras los recién llegados sacaban bolsos y paquetes  del vehículo, Fernando inspeccionó la cabaña para asegurarse que todo estaba en orden. Las camas estaban hechas, había jabón y papel higiénico, toallas, fósforos, y hasta esos detalles de Isabel que habitualmente no se encuentran en las cabañas de alquiler, como aceite, vinagre, sal, azúcar y sobrecitos con variedades de té. 

   Cuando terminaron de traer sus cosas, les explicó como funcionaba el calentador del agua y les mostró el armario donde había  más frazadas. 

   Luego les tomó los datos. Normalmente no lo hacía,  ni le pareció que fueran a irse sin pagar, pero sentía curiosidad: nunca había sucedido que alguien llegara hasta allí porque estuviese perdido, si bien era algo posible y comprensible ya que los carteles escaseaban.  

   Por último les dijo que el desayuno era de nueve a diez y les indicó la manera de llegar al edificio principal.

—Sigan ese camino, ese bordeado por álamos… Por ahí se llega, son unos cien metros.          

   Se despidió de los recién llegados y fue rápidamente a contarle a Isabel las buenas noticias: ¡dos turistas más… y en cabaña!  Su mujer se iba a poner muy contenta.


   11.


   Verónica y Diego, los jóvenes cordobeses, estaban en los comienzos de su relación, y al invitarla él a pasar unos días en la sierra, ella no había dudado en aceptar, y con entusiasmo. Irse por unos días de su casa, dejar de escuchar el único tema, la crisis (porque en su casa no se hablaba de otra cosa): nada podía parecerle mejor. 

   Habían salido de Córdoba al mediodía,  rumbo a una pequeña ciudad  turística,  pero al entrar en la zona serrana empezaron a dar vueltas y al cabo de un par de horas se dieron cuenta de que estaban perdidos. Diego que conducía algo distraído, pocos carteles indicadores, ninguna casa ni gente a la vista para preguntar, y de pronto se hallaron en medio de la nada, subiendo y subiendo por un camino angosto de  pedregullo.  

   Cruzaron un vado y enseguida llegaron a ese lugar  de ensueño, en una loma, a los pies de un pico serrano bastante alto. 

   Allí terminaba el camino: tuvieron que detenerse. Y salieron del auto para mirar mejor. La loma estaba rodeada por dos brazos de río, era casi como una isla, y el paisaje era increíble. Verónica se enamoró del lugar. 

   Un cartel muy bonito, al costado de una reja abierta, decía: “Cerro de la Isla. Hostería. Cabañas”. Al fondo, rodeada por árboles altísimos,  divisaron una casa colonial, grande y elegante. 

   Diego le propuso desandar el camino, pero ella estaba deslumbrada, y  palmoteando repetía que le encantaba el lugar y quería quedarse. Él aceptó a regañadientes: ya tenía la reserva hecha en un hotel. Sin embargo, reconoció que estaba cansado de manejar y que probablemente estaban algo lejos del lugar donde había reservado.

   Y ahora, Verónica se alegraba por su decisión. La cabaña era linda y cómoda, el paisaje hermoso. Secretamente resolvió que se quedarían aquí más tiempo del que Diego proponía. Él había reservado en una ciudad turística, donde comerían en restaurantes y se bañarían en balnearios atestados de gente. Este lugar era distinto: simpático, tranquilo… Y eso del naturismo…  Y el dueño, con ese pelo largo y esa barba... 

   Ya lo iba a convencer a Diego para quedarse unos días más.


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