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Violeta y el Camino de los 22 Arcanos

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Peregrina en la India

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CAPÍTULO 3

 CAPÍTULO 3



Día tres: domingo 

Las historias de Verónica y Diego. Fernando anuncia el paseo a las cuevas. Una noche insomne para casi todos.  Más sobre Fernando y sobre Mariana.

 

   1.


    La crisis a Diego no lo había perjudicado, aunque él no podía permanecer indiferente a lo que pasaba en el país, por más que su empresa fuera sólida, su puesto como ingeniero de sistemas bastante seguro y su sueldo, aunque devaluado, continuara siendo un buen sueldo. Recostado en la cama, examinaba ciertos aspectos de la crisis, mientras aguardaba que Verónica concluyera  su aseo en el baño.

   También le venían imágenes de la noche anterior. Después de la rápida cena que armaron con las sobras del almuerzo, Verónica se había acostado en una de las cuchetas, diciendo que estaba cansada y que prefería dormir sola. Pero él había conseguido —con muchas caricias  y mucha paciencia— que le permitiera hacerle el amor. 

    Esta mañana había querido repetirlo, pero no hubo forma... Verónica, escapando de sus brazos con algunas risas que terminaron en un no rotundo, había buscado refugio en la ducha del baño. 

   “Estoy loco por ella” pensaba, mientras intentaba espiar los movimientos en el baño por el estrecho espacio que dejaba la puerta mal cerrada.  

   Nunca se había interesado tanto por una chica como ahora por Vero. Largos noviazgos sí, y casi matrimonio, cuando su primera novia quedó embarazada; pero ella no había querido tenerlo y a los pocos meses se separaron. 

   Era un hombre tranquilo en relación a las mujeres: no permitía que esos asuntos le sorbieran el seso. Por supuesto que entre sus planes estaba casarse y tener una familia, pero sin apuro. Sus entusiasmos eran para el trabajo, para la profesión; no le gustaba pasar el día como un tonto esperando el momento de ver a una chica... Bueno, así había sido hasta recientemente, porque desde que conociera a Verónica se había convertido en un tonto: se pasaba las horas pensando en ella.  

   Esto era nuevo y lo desconcertaba... Estaba enamoradísimo. Cada vez que la veía se alteraba: un entrevero de alegría y ansiedad, de felicidad e inquietud. Ganas de tocarla, de fundirse con ella, y a la vez cierta molestia, cierto desagrado por sentir así. Nunca le había ocurrido que una mujer se apoderara de él, que lo absorbiera de ese modo... 

   Y como solía indagar motivos para todo, razonaba que la culpa de ese apasionamiento que lo sacaba de sí, que lo desequilibraba, era la belleza de Verónica: nunca había estado con una mujer tan hermosa. 

   Le costaba creer que una chica tan linda le hiciera caso. Se sabía inteligente, buena persona y con un futuro, pero también sabía que no era atractivo. Con varios kilos de más, una nariz que iba por delante de él  y anteojos… Y encima con intereses que para muchas mujeres resultaban aburridos: el futuro de la cibernética, la realidad social, la política. Ni siquiera era demasiado experto en la cama… Eso había dicho su última novia antes de abandonarlo: “sos un torpe, tenés eyaculación precoz y no sabés acariciar.”

   Estuvo mal después que la chica revelara eso y, aconsejado por un amigo, decidió  consultar a un medico sexólogo.  Dicho especialista era un viejo simpático que fumaba en pipa y que lo tranquilizó. Le recomendó un libro y recalcó que el desempeño sexual, como cualquier otra práctica, se podía aprender y mejorar.

    En ese libro encontró instrucciones para alargar los tiempos y perfeccionar las caricias. Y con Verónica había comenzado a poner en práctica lo aprendido. Pero a pesar de todas las técnicas, ella no siempre estaba  interesada en el sexo. “¿Y cómo hago para no desear devorarla...?”  se preguntaba una y otra vez. 

   Como ahora... Vero estaba saliendo del baño, semidesnuda, con el larguísimo cabello mojado, los hombros húmedos, la piel brillando por el calor del agua... La toalla flojamente anudada dejaba a la vista una de sus caderas y el nacimiento de sus senos perfectos...

   “¡Ay!, ¿cómo puede ser tan hermosa?” 


   2.


   Verónica salió del baño y vio a Diego tirado en la cama mirándola con fervor. “Es tierno, y anoche estuvo lindo, pero que no se imagine que me voy a la cama de nuevo”  pensó.  Y lo regañó:

—No me mires así… Sólo estoy pensando en el desayuno. 

—Está bien… Pero es tarde, no sé si nos servirán algo en la hostería…Voy afuera, así podés vestirte tranquila —respondió Diego,  mientras se levantaba y salía de la cabaña.  

    Verónica se vistió,  y cuando terminó de arreglarse abrió la puerta de la cabaña: era un día espectacular. Conocía las sierras y las amaba, como buena cordobesa que era, pero este lugar superaba todo lo visto hasta entonces. 

    Diego la esperaba apoyado en un tronco de árbol,  y  después de algunos besos y abrazos, fueron caminando hasta la casona. Pero a cada instante Verónica se detenía, para admirar el paisaje, las plantas, los árboles, los pájaros… Era realmente un día glorioso;  solamente algunas nubes ocultaban de a ratos el brillo del sol,  que ya estaba bastante alto. 

   Cuando llegaron al comedor, una chica estaba levantando los restos del desayuno. 

—¿Es muy tarde para desayunar?  —preguntó Verónica.

   La chica dudó: le iba a preguntar a la señora. 

   Enseguida apareció una mujer regordeta, de unos cincuenta años, que tenía puesto un coqueto delantal de cocina y un gran pañuelo de colores cubriéndole la cabeza.  Se presentó muy sonriente: era la dueña de la hostería. 

—Ya sé que es tarde… y no queremos molestar, sólo díganos adónde podemos ir para desayunar  —se excusó Diego.

   Y la dueña, muy amablemente:

—De ninguna manera, no tengo inconveniente en servirles ahora. Además, no hay ningún otro lugar, estamos lejos de todo, a media hora del pueblo más cercano… ¿Qué prefieren:  café, té o infusiones?...

   Se ubicaron en la mesa más próxima a las ventanas.  

—Tengo ganas de irnos después de almorzar —dijo Diego, acariciando sus manos y sus mejillas.

 —¿Irnos?...  Ni se te ocurra… ¿Acaso pagaste la reserva en el otro lugar?

—No, pero… la idea era ir allá.

—¿Y por qué?... ¿Qué hay allá de especial?

—Nada, pero me gusta, fui una vez cuando era chico con mis padres. 

—¡Ah!… Pero a mí me gusta acá, no tengo ganas de irme —insistió, muy segura y decidida.   

—Pero Verito, esto es un plomo, no hay nada para hacer, excepto mirar el paisaje. 

—Puede ser, pero tiene algo que me atrae, es diferente… Quiero quedarme.

 —Y bueno, usted manda mi reina, pero a más tardar mañana nos vamos, sino terminaremos estando toda la semana aquí.

   Verónica no respondió... Miraba los arboles altísimos y las montañas, que con un resto de nieve en la cumbre se alzaban por detrás de los árboles. Se iría él si eso deseaba, ella se iba a quedar. 


   Antes de la crisis, Verónica trabajaba como empleada administrativa en una pequeña empresa. En los últimos meses le había sido impuesta la reducción de la jornada laboral, con un sueldo considerablemente menor, que no compensaba el esfuerzo de ir y venir, ni los gastos. Después de conversarlo con su padre, renunció. El padre la había convencido para quedarse en casa y ayudarlo en el negocio familiar: un antiguo y próspero mercadito de barrio. 

   Y al principio había estado bien, pero de a poco se iba saturando. Ayudar en su casa y en el negocio de la familia no era muy placentero. Hubiera  preferido un empleo: ir al centro todos los días y encontrarse con alguna amiga al salir, para charlar o ir de compras. Ahora no podía hacer eso, ni le sobraba dinero para paseos o ropa; y estar todo el día con sus padres la fastidiaba enormemente.

   Por eso, había aceptado la invitación de Diego de inmediato, aunque hacía poco que salían  y no estaba enamorada de él.

   Desde muy chica, lo más importante en la vida de Verónica habían sido “ellos”. Todavía se acordaba del pecoso, un vecinito del barrio, de quien estuvo enamorada  antes de saber leer y escribir. Luego fueron sus compañeritos de escuela. Y de adolescente fue un desborde: nunca sabía a quién elegir. Le gustaba éste, y aquél, pero también el amigo de éste o el hermano de aquél. Y era tan fácil... Bastaba mirar a un chico para que el joven se interesara. Por eso tenía pocas amigas: las chicas solían sentir celos  de Verónica, aunque ella raramente se metía con el novio de otra. 

   A Diego lo había conocido un mes atrás en una fiesta y todavía no estaba segura de si le interesaba o no. Era un chico bastante serio, con una conversación entretenida, aunque demasiado inclinado a dos o tres temas poco atractivos para ella: las computadoras, Internet, la política; a veces se hartaba escuchándolo. Él parecía estar enamorado: amable y cariñoso, la llamaba a cada rato y le hacía regalos caros. 


   3. 


     Fernando comprobó que Isabel ya tenía el almuerzo preparado y le pidió a Paola que hiciera sonar la campanilla antes de irse. Paola no vivía lejos, pero debía subir y bajar por los senderos una media hora, y sus padres querían que almorzara con ellos los domingos. 

   En pocos minutos aparecieron los huéspedes. Fernando presentó a los recién llegados, y todos se acomodaron alrededor de la gran mesa central del comedor. Para Isabel  y también para él, era importante que los visitantes se comunicaran y compartieran (era una forma de entretenimiento), y comer todos juntos posibilitaba esa comunicación.

   La comida transcurrió agradablemente, aunque el tema principal fue la crisis económica.  

   Después del postre los invitó a pasar a la salita,  y nuevamente mostró la biblioteca y los  equipos de video y de música. También les anunció que tenía programado,  para el día siguiente después del desayuno, un paseo aventura por las inmediaciones.

—Hay una curiosa formación rocosa y unas cuevas a pocos kilómetros de aquí. Las cuevas son, en realidad, un sitio mágico, un sitio de poder… En la cueva mayor hay dibujos rupestres y algunas imágenes se vinculan al arte chamánico. Es casi seguro que en esa cueva se practicaron ceremonias y rituales de trance, aunque eso no ha sido muy investigado, ya que los arqueólogos que se han interesado en ellas son en su mayoría extranjeros.  

   Mientras hablaba, trataba de percibir la reacción de sus huéspedes. El chico de Córdoba escuchaba con evidente incredulidad, el comerciante de Buenos Aires parecía desconcertado, y la rubia nerviosa bostezaba sin cesar. Sólo la señora Clara y la profesora se mostraban complacidas, y quizás también Verónica, quien lo miraba con  interés. 

—¿Qué es un sitio de poder?  —preguntó Luis.

   Fernando intentó transmitir sus conocimientos. Le gustaba hacerlo, aunque lo heterogéneo del grupo lo obligaba a ser mesurado. 

—Más que escuchar explicaciones acerca de lo que es un sitio de poder, hay que experimentarlo. Cada vez que voy a las cuevas o a la zona donde están, siento esa energía,  ¡tan particular!,  la cual me afecta de un modo también particular.

   Mariana le pidió  que fuera más preciso: ella entendía de qué estaba hablando, pero no creía que pasara lo mismo con los demás. Sería mejor si aclaraba, concretamente, cómo eran los efectos sobre las personas de esa particular energía. 

   Hubo aprobaciones para el comentario de Mariana. 

—Miren, eso es difícil de transmitir, porque para cada persona es diferente…

—¿Los efectos no son iguales para todos?  —preguntó Luis. 

—No… Depende de cada uno, de cómo está uno cuando va, y de muchos otros factores desconocidos. Yo he ido muchísimas veces y en cada ocasión es distinto. Pero siempre me pasa algo… Después de experimentar la energía del lugar actuando sobre mí,  hay cambios en mí o en mi vida, que a veces resultan ser cambios definitivos. 

    Fernando notó (en Luis, en Diego, y sobre todo en Betti) cierto fastidio o rechazo, así que se apresuró a decirles que nada de lo que se programaba en la hostería era obligatorio y que si no deseaban ir que no lo hicieran. De todos modos, para algunos el descenso iba a ser imposible, especialmente para la señora Clara, y quizás también para las otras señoras, porque era un descenso incómodo. Pero enseguida insistió con que al menos llegaran al lugar donde se hallaban las cuevas —una cima boscosa a gran altura—,  ya que incluso allí podrían sentir esa energía y recibir sus efectos. 

   Verónica le aseguró que iba a ir, mientras miraba a su novio con expresión  desafiante. Y éste no ocultó su discrepancia. Sus planes para el día siguiente eran irse, confesó, pero dado el entusiasmo de Vero por ese paseo cambiaría de planes. Se quedarían un día más y bajarían a las cuevas, las cuales podrían interesarle desde un punto de vista arqueológico.

   Luis se mostró indeciso: ¿ese paseo no sería nocivo para su salud? Debido a su reciente descompensación cardíaca, el excesivo esfuerzo podría ser perjudicial.

   Fernando lo tranquilizó:

 —Nos dividiremos en dos grupos. Usted puede quedarse con la señora Clara y mi mujer donde comienza el sendero, en el pequeño prado junto al bosque: eso ya es parte de la zona energética. Habrá comida y bebida, y podrá disfrutar del paisaje, que es  impresionante.  

   Betti, con indudable fastidio, exclamó:

—¡Yo no sé si voy a ir!

—Ya escuchó lo que dije antes: usted es libre de ir o de no hacerlo  —respondió Fernando con toda la amabilidad que pudo.

   Finalmente, luego de muchas preguntas y muchos comentarios, y de un té de hierbas que sólo aceptaron algunos, los dueños de la hostería se retiraron y los huéspedes se dispersaron. 


   4.


   Isabel había comunicado, durante el almuerzo, que para la merienda se las tendrían que arreglar solos. Les dejaría todo en la mesa del comedor: termos con las infusiones, el pan, la manteca y las mermeladas; que cada uno se sirviera cuando quisiese. La tarde del domingo era para descansar y ella sólo volvería para servir la cena.  

   Y por la tarde, cada uno hizo lo que quiso o pudo. Luis pasó parte de la tarde durmiendo y luego miró una película. Betti caminó un poco, durmió otro poco y después compartió la película con Luis. Clara y Mariana dieron un largo paseo y charlaron. Diego y Verónica  fueron a bañarse al río.  

   Se reencontraron  para la cena, durante la cual volvieron a conversar acerca del paseo del día siguiente. 

   La velada concluyó cuando Isabel y Fernando se fueron a la cocina. Y como había que levantarse temprano, todos se retiraron a sus habitaciones.


   Pero esa noche,  hubo muchas personas desveladas…

   Verónica sentía una gran atracción por Fernando: ¡era un hombre tan distinto a los que ella conocía!  Y como lo que sentía era bastante fuerte, de a ratos Diego se convertía en una molestia.  Por eso, con el pretexto esta vez de un ligero dolor de estómago, se acostó en una de las cuchetas y dejó a Diego solo en la cama de dos plazas. Y estuvo despierta, imaginando historias, hasta muy avanzada la noche.

    Diego, por su parte, no estaba a gusto en Cerro de la Isla: si fuera por él se irían a la mañana siguiente. Eso de la comida naturista y de los sitios de poder no era para él: le resultaba extraño y desagradable. Pero Vero quería quedarse y él deseaba darle todos los gustos, así que no había otra alternativa: quedarse hasta que ella quisiera irse. Y era casi obvio que ella no tenía intenciones de irse, que no las tendría tampoco los días siguientes… Debido a eso, Diego sentía cierto malestar, aunque no se lo confesó a ella. Además, ya había notado las miraditas del barbudo hacia Verónica... Bueno, ¿qué pretendía?... Estar con una mujer hermosa supone ciertos inconvenientes: es atractiva para todos… Pero ella estaba con él, ¿o no?... Sin embargo, no podía evitar el mal humor, con Vero distante, encogida en su angosta cucheta. Y demoró en dormirse, ideando argumentos para convencerla de que debían partir.

   Betti seguía fastidiada, con enormes ganas de irse… El día anterior, cuando fueron al pueblo, había telefoneado a su amiga, la de la casa en Pinamar. Pero lamentablemente su amiga no se mostró demasiado interesada en la posible visita: le tendría que haber avisado antes,  ahora ya eran muchos, etc., etc.  Eso la había desanimado… Claro que podría alojarse en un hotel, pero no era lo mismo… De modo que, a pesar de las ganas de irse, estaba indecisa: ¿Pinamar, otro lugar?... Tuvo que recurrir a un somnífero. 

   En Clara había una burbujeante agitación: la compañía de esas personas, los temas de conversación, todo significaba para ella una novedad y un placer desacostumbrado.  Después de recitar sus oraciones se acostó, pero el sueño vino con gran atraso. Estuvo imaginando cómo sería el paseo y lo que podría pasarle, feliz por estar allí y completamente olvidada  de las preocupaciones que le causara la crisis.

   Luis se metió en la cama  intranquilo y con dudas, temeroso de que el paseo le hiciera mal,  aunque con mucha curiosidad por conocer el lugar. Y estuvo dándole vueltas al asunto durante largo rato... 

   Isabel se demoró preparando tartas y tortas para el día siguiente, y se fue a su departamento después de la medianoche. Sentía cansancio: mucho jaleo y muchos quehaceres, sobre todo en la cocina. La señora Clara y el señor Luis preferían comer sin grasas ni sal, la rubia histérica y el chico recién llegado querían comida no naturista… Mil detalles para supervisar  porque Paola no se las arreglaba sola y Fernando se ocupaba de otros asuntos. Pero, en fin… A ella le gustaba trabajar y nada la satisfacía tanto como que hubiera huéspedes en la hostería… Este año había sido pésimo: desde el invierno que no venía nadie. Menos mal que, gracias a su previsión, pudieron comer. Tenía algunos dólares enterrados debajo de un árbol, en una lata que se convirtió en su Banco a partir del comienzo de la crisis. Si no fuera por ella... Fernando jamás pensaba en ahorrar, jamás pensaba en el futuro. La única que pensaba en todo era ella, sin ella todo se arruinaría, aunque... no podría llevar la hostería adelante sin él: un hombre siempre es necesario, y más en esas soledades. 


   5.


   Fernando estaba ligeramente alterado desde la llegada de Verónica. Las miradas y sonrisas que la chica le dirigía, cálidas, sugerentes, y el hecho de verla irresistible y hermosa, lo estaban trastornando. Entre eso y su habitual exaltación antes de ir a las cuevas, no conseguía dormirse.  

   Cuando Isabel se acostó a su lado, decidió levantarse y bajar a la cocina. 

   Allí puso agua a calentar, y salió con el termo y el mate al pequeño jardín de atrás, donde algunos medios troncos servían de asientos. 

   Era una noche increíble: la luna creciente iluminaba con delicadeza  y se oía el croar de las ranas, el rumor de los árboles, algunos ladridos a lo lejos. Enseguida apareció su perro Hércules y se tiró a su lado. 

 —Qué rápido pasa el tiempo, ya son nueve años que estoy con Isabel  —musitó, acariciando al perro. 

   Hércules lo miraba con sus ojos tristes, como si lo entendiera. Y Fernando se puso a recordar…   

   Antes de conocer a Isabel había intentado abrirse paso con la música. Integrante de un grupo que formara con amigos, dedicaron algunos años a viajar por el país y dar recitales, que a pesar de sus renovados intentos, casi siempre transcurrieron en lugares pequeños y poco importantes. 

   Y en un hotelito de la costa bonaerense estaban un verano, cuando la conoció a ella. Isabel había dejado a su marido —con quien estaba mal— y a sus hijos adolescentes  en casa (en la zona norte del Gran Buenos Aires),  y veraneaba con unas amigas. Eran mujeres maduras en busca de una aventurita de verano y se hospedaban en el mismo hotel que ellos. 

   Y el encuentro fue para los dos, al principio, una aventura veraniega y fugaz. 

   A Fernando, ocho años menor que ella, le gustaban en aquellos tiempos las mujeres maduras. No tenía que hacer ningún esfuerzo con ellas, parecían llevar las riendas con gran facilidad, y él se había entregado gozoso a ese romance casual, sin imaginar que sería una relación importante.

   Pero se reencontraron cuando él viajó con su grupo a Buenos Aires  y la pasión los fue atrapando, hasta que dejaron todo para empezar una vida en otro lado juntos. Isabel abandonó a sus hijos por él, un verdadero sacrificio, y él se sintió amado como nunca antes. Estar en pareja con ella le dio seguridad: fue su ancla, su hogar. Suponía que la fuerza y el coraje de ella, su madurez, lo ayudarían a sacar lo mejor de sí y a realizar sus sueños. Y uno de sus sueños, que ella compartía, era huir de la ciudad, vivir en el campo, en contacto con la naturaleza.

   A Cerro de la Isla lo habían descubierto por casualidad, si es que existen las casualidades… Porque él estaba seguro que nada es por azar, que hay una corriente mágica que nos conduce de un acontecimiento a otro, de un encuentro a otro, y que va diseñando nuestras vidas de modos inesperados y sorprendentes. 

   Estaban yendo a otro lugar para ver una propiedad en venta, cuando alguien a quien preguntaron cómo encontrar dicha finca les advirtió que, si continuaban por el camino que habían tomado, llegarían a un lugar lindísimo donde se vendía otra casa, muy grande y barata. Después de atravesar varios kilómetros bastante despoblados, cruzaron el vado y subieron hasta esa loma increíble, donde la vista era prodigiosa. Mudos e inmóviles contemplaron el paisaje: el río que los rodeaba centelleando a sus pies, el bosque de árboles enormes, la pared de cumbres nevadas en el fondo… Y la vieja casona, irguiéndose solitaria en medio de esa magnificencia, con el cartel de “se vende” ya descolorido por muchos veranos.

   Al verla por dentro y saber el precio comprendieron que ese era su lugar soñado, a pesar del aislamiento y de lo mucho que tendrían que hacer para ponerla en condiciones: había que convertir a la antigua casona en una hostería elegante, acogedora, cómoda. 

    Los hermanos de Isabel pusieron parte del capital, mediante un arreglo con ella a cuenta de una futura herencia. Y los primeros años, a pesar del duro trabajo, se sintió muy bien. Fueron años de mucho esfuerzo, pero también de alegría y entusiasmo. 

     Isabel era una mujer intensa, apasionada, y al no tener a sus hijos cerca volcó toda su intensidad en él. Con el tiempo, esa devoción resultó para Fernando un poco opresiva, a veces lo sofocaba. Sin embargo, ¡sentía tanta seguridad y tranquilidad junto a ella!... Él era —y se conocía bastante— un soñador, un idealista, con poca iniciativa para los asuntos prácticos. Siempre le había costado enfrentar la vida a solas. Con Isabel resultaba más fácil: ella sabía pelear, enfrentar los obstáculos, vencerlos. 

 —Viste, Hércules, ¿qué haríamos sin ella? —concluyó en voz alta, acariciando al perro.

    Hércules emitió un quejido.

    Fernando volvió a la cocina, apagó todas las luces excepto las de afuera, y subió al departamento. 

    Acostándose junto a su mujer, quien ya dormía profundamente, la miró con cariño. No, no podía imaginarse sin ella, no sabría qué hacer sin ella… A lo mejor era una crisis pasajera  y cuando terminara volvería a enamorarse.  


   6.

 

   En Mariana hay tantas expectativas respecto al paseo que no siente nada de sueño hasta bien avanzada la noche. Se queda largo tiempo sentada junto a la ventana, mirando las estrellas y la silueta oscura de las montañas, escuchando los sonidos del bosque, tan diferentes a los sonidos de la ciudad: el murmullo de las hojas de los árboles, el canto de los grillos, el susurro de la brisa. 

   Quizás, la energía de las cuevas le ayude a tener más claridad, más comprensión para sus problemas… Las peleas con su hijo, rebelde como todos a su edad y que no estudia tanto como ella quisiera;  las continuas enfermedades de su madre, ya de ochenta y tres años, que siempre la alteran; y ahora, la amenaza de la jubilación.... Fue a quejarse al sindicato y allí le dijeron que van a presentar batalla, pero no es optimista. Todos los rumores, entre sus compañeros, apuntan a que las jubilaciones anticipadas son un hecho, una privación más causada por la crisis. Y como ella trabaja en escuelas privadas… Hacen lo que se les da la gana.

    Cuando se enteró, a principios de enero, se puso muy mal.  Encima en pleno receso, con todo el tiempo libre para pensar. Es un motivo ridículo: su problema en la vista es un pequeño problema, nunca faltó a clase por culpa de eso. Y si bien tiene una operación pendiente, de esas modernas con láser, no es una razón legítima para jubilarla. Pero, como le dijo la delegada sindical: “Cualquier excusa les sirve, si no fuera la vista te hubieran encontrado pie plano o cualquier pavada por el estilo...  El problema es tu edad: estás cerca de los cincuenta y obviamente empiezan por los más viejos”. 

    Al principio pensó en renunciar a las vacaciones, para gastar menos. Pero…, uno de sus pocos lujos, cada verano, es irse de viaje un par de semanas a lugares tranquilos, para descansar del esfuerzo,  cada vez mayor, que implica correr de una escuela a otra.  A mediados de enero su madre se fue a pasar el verano con una hermana, y Andresito recibió la invitación de un amigo cuyos padres tenían casa en Mar del Plata. 

   Sola en el departamento, muerta de calor, sufrió durante varios días hasta que se dio cuenta que ese sacrificio era innecesario. Los dólares que tenía en su caja de ahorros, para las emergencias, en poco tiempo no le iban a servir: cada día valían menos. Como era poco pudo retirarlos (en pesos, claro) y decidió gastárselos. ¿De qué servía ahorrar, privarse de tantas cosas, cuando de un día para el otro te quitaban lo que era tuyo o te jubilaban antes de tiempo?...  Pero no quiso saber nada de hoteles sindicales, ni de encontrarse con otros docentes para conversar siempre de lo mismo. Quiso algo diferente. Por eso, cuando en esa agencia le hablaron de la hostería naturista, en un lugar desconocido de las sierras de Córdoba,  no tuvo dudas que ese era el lugar. No era demasiado caro y ofrecía comida sana.  Allí podría serenarse, meditar, reflexionar acerca de cómo continuar su vida si la jubilaban. 

   Y hasta se permitió el lujo de viajar en avión. Nada de largas horas en una butaca de ómnibus, con el vecino que se te duerme encima, ¡avión!  Iba a disfrutar de lo poco que tenía, no se iba a privar de nada. Debía reponer fuerzas, porque después del verano la esperaba una batalla…  Descansar, relajarse, practicar sus “asanas”,  pasear y bañarse en el río: esas eran sus aspiraciones. Y Cerro de la Isla le está ofreciendo aun más que eso: cuevas, sitios de poder, energías transformadoras… 

   Se quedaría junto a la ventana toda la noche, pero hay que descansar bien para la aventura de mañana… Así que se acuesta y después de un buen rato relajándose mediante la respiración, se duerme. 


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